La carrera de una vida

La carrera de una vida

Por fin ha llegado el día después de tantos y tantos intentos frustrados y de tantas y tantas horas de entrenamiento y padecimiento que, sumadas, servirían para gestar una vida.

Ya estoy aquí rodeado por miles de dorsales adheridos a camisetas que conforman una amalgama arcoíris. Aun con los guarismos aplastándome puedo ver mi sueño a punto de materializarse, ¿o quizás es mi despertar? Miro por encima de la multitud de cabezas sin nombre para contemplar el majestuoso puente de Verrazano-Narrows que atraviesa la Bahía de Nueva York entre Staten Island y Brooklyn. ¿Será una casualidad el hecho de que lo erigieron con el nombre del primer navegante europeo que entró en esta bahía?

Los dígitos están inquietos, como yo. Se palpa la emoción, la alegría, el sudor frío, la concentración, los músculos en tensión. Aprieto los dientes y, tras el pistoletazo que inquieta a todos, empieza la carrera, mi carrera.

Los primeros metros son cruciales, el caerse sería fatídico. Debo estar ojo avizor para no tropezar con el hacinamiento de pisadas sordas y de tan variados matices que me envuelven. Atravesaré el embudo que no es otro que este primer puente, como si de un cuello uterino se tratara. Necesito cruzarlo por mucha presión que ejerzan sobre mí. Una vez traspasado, tendré espacio para comenzar a respirar; para empezar a sufrir y a disfrutar, a reír e incluso a llorar; ¡por qué no hacerlo!

Ya llevo 24 kilómetros y, a lo lejos, aparecen esos majestuosos espectadores, esa multitud de rascacielos de gran variedad de alturas, formas y materiales que se han dado cita para darme la bienvenida a su urbe, a su hogar, que no es otro que la isla de Manhattan. Tan solo se interpone entre nosotros el puente de Queensboro que da sombra a la Isla Roosevelt. Hasta aquí, desde que salí de las tan profusas aglomeraciones iniciales, me han adelantado muchos y he sobrepasado a otros; alguno ha mantenido mi ritmo pero, tras comprobar que no era el suyo, ha desistido y me ha dejado completamente solo.

A partir de ahora es cuando realmente empieza la lucha contra mis propios miedos. He ido aprendiendo sobre el terreno, sobre mi entorno, sobre mis acompañantes, sobre mis predecesores y antecesores, y sobre todo de mí mismo; defectos y virtudes, aptitudes y actitudes, fortalezas y flaquezas, todo en uno. He tenido ayuda, cómo no, pero ahora tengo que intentar valerme por mí mismo. Si he llegado hasta aquí debo alcanzar la meta por mis medios, de eso se trata. ¿Para qué si no?

Llevo tres cuartas partes del recorrido y ante mí otro puente, el de la Avenida Madison que cruza el río Harlem. Aunque solo tiene algo más de un siglo, parece avejentado, y como yo, su corazón se mantiene joven para afrontar su lucha interna. ¿Quién vencerá si los gritos de la nueva juventud nos intentan apartar? ¿Debo sentarme en su barandilla de frío metal teñido y desistir de mi intento?

Kilómetro 35: me siento diminuto ante esas altísimas moles que me motivan inclinándose a mi paso; ¿será para observarme más de cerca o para hacerme una reverencia? ¿Merezco tanta cortesía? ¡Qué más da! ¡Tengo que proseguir!

Al entrar en el Central Park huelo el fresco verdor; los rayos del sol me ciegan al reflejarse en el lago Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir. De pronto veo de soslayo a un jovencísimo Dustin Hoffman que corre a mi lado; ilumina nuestro camino con su seductora sonrisa que apenas se ve bajo la sombra de su narizota. Y de la misma forma en que apareció, en un momento de despiste, se desvanece; ¿será que nuestros designios divergen o es solo una mala pasada de mi ya turbia y cansada mente? En otro estado sabría la respuesta: no es otra que el recuerdo de su famosa película ‘Marathon Man’, en la que él, al igual que yo, corría para sobrevivir. Él huía de un criminal nazi y yo, en distinto momento, luché contra otro tipo de criminal, éste apenas visible; invadió mi epidermis y tuvieron que extirpármelo en varias ocasiones. Tras una lucha encarnizada le vencí, o eso creo. ¡Qué parejas pueden llegar a ser las vidas de seres tan alejados y ajenos!


Mis piernas ya corren solas, lo hacen sin control; son inercia pura. Mi cerebro ya dejó de regir mi organismo. El dolor quedó atrás, muy atrás, pasando el relevo al “¡porque sí!”, al “¡yo puedo!”, y al “¡lo conseguiré cueste lo que cueste!”.

No es plausible lo que voy a conseguir, quizás solo reciba la ovación de los míos, sobre todo de dos personitas y de mi alma gemela. Con tan solo eso me conformaré, es lo único que deseé al tejer este sueño. ¿Merece la pena tan exiguo premio? ¡Sí, sí y un millón de veces sí! No existe mayor orgullo que, con el esfuerzo propio y el apoyo de los que te quieren, alcanzar nuestras metas. Qué más puedo pedir a mi existencia que, zancada a zancada, segundo a segundo, granito a granito, se me escapa de entre los dedos. Justo en el instante en el que cruce la meta confirmaré lo que es innegable.

Ya la veo. Son los últimos metros, las últimas bocanadas de este aire contaminado. Oigo los vítores, los gritos de ánimo que me empujan, que me transfieren esas energías necesarias para concluir este último trecho. La boca, pastosa, con un revoltijo de sabores dulces y amargos, muy abierta. Mi corazón, mi motor, pugna por salírseme; desconozco si por la emoción, por la desesperación o por este final agónico que le clama más que nunca. Necesito de sus impulsos. ¡No te pares ahora! Del resto qué decir; de mis brazos que no paran de balancearse sin ritmo, de mis piernas que, sorpresivamente, no quieren detenerse, pero tendrán que hacerlo.

Y por fin la cruzo, la última línea, esa raya que alguien desconocido ha pintado sin saber, ni por asomo, lo que significa para mí y para muchos otros; anónimos la gran mayoría.

FIN


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