Una perra no sabe que es una perra.

Tampoco sabe que tenía cinco hermanos, ni que mi padre los metió en un saco al nacer y los mató a porrazos contra la tapia del corral.

Tiene el lomo gris, casi azul, la cabeza y las patas blancas y solo puede empinar una oreja porque la otra se la averié yo de tanto acariciarla. Se llama Lola, se lo puso mi padre; a todos los perros les pone Lolo y a todas las perras, Lola. Puede que sea la cuarta o la quinta Lola, pero a esta la vi correr detrás de las lagartijas cuando cachorra, robarle las abarcas a mi padre. Yo le ordeñaba leche de las cabras para ablandar el pan y, en las tardes de verano, yo me entretenía quitándole las garrapatas, que al explotarlas me manchaban los dedos de sangre oscura.

Duerme aquí enfrente, hoy no trabaja porque ha parido hace poco.

Duerme y yo escribo mientras espero al hatajo, sentado en el poyo de la casa grande, en las hojas libres de una agenda de hace dos años, donde mi padre anota con números de niño el peso de los corderos.

Duerme ya mucho tiempo en un chamizo que le hicimos donde las vertederas enrobinadas y la empacadora de paja. Mi padre la ataba allí todos los días para que no festeara por el monte y se comiera la estricnina de los cazadores. Ahora no es necesario. Ella sola acude a su sitio, olisquea el mendrugo, se tiende hasta el día siguiente y aunque a veces se mueve nunca va más allá de lo que mide la cadena. Todos los santos días igual, y a mí de vez en cuando me da ganas de reventarla a patadas y gritarle, pero luego, después de los gritos y los aullidos, solo yo tendría que soportar el silencio.

Cuando supe que estaba preñada, fui a buscar al galgo abandonado que merodeaba por la finca y le tiré una piedra. No atiné y el muy cabrón meó en un pino antes de perderse entre las aljumas.

Ya no me hacía caso, el galgo la convirtió en un animal gordo, pachorrudo y arisco. Es muy joven, sufrirá en el parto.

Dos meses estuve cavilando qué hacer con la camada. Preparé un escondrijo alejado e intenté acostumbrarla a dormir allí, pero ni tocarla me dejaba ni otra cosa se me ocurrió. Así que no tuve más remedio que esperar y procurar encontrarlos antes que mi padre.

Escribo y ella continúa durmiendo.

Escribo y la cal que se desprende de la pared se me cuela por el cuello del mono.

A mi alrededor hay polvo y cagadas de oveja y, envueltos en una niebla que hoy no se deshace, los árboles parecen esperar.

Cuando llegue el ganado le daremos agua, curaremos las heridas con Zotal, comprobaremos que las puertas estén bien cerradas y nos iremos al pueblo en la furgoneta. Quince minutos en silencio: la radio no funciona y mi padre solo habla en el bar. Quince minutos por una recta que rompe las viñas y los rastrojos hasta el pueblo, gris, un tumor en la falda de una loma, mi padre suspira al llegar.

En medio de los rastrojos y las viñas te encuentras con haciendas ruinosas. Todo lo cubre el polvo, los cabrios están partidos y las tejas hechas añicos en el suelo, siempre veo algo: un plato en la mesa, una trébede en el hogar, que me hace pensar que el paso de los siglos les ha pillado de improviso.

El miércoles por la mañana se acercó a mí saltando y aullando como antes. Vi que estaba vacía y que le colgaba la ubre. Me puso las patas delanteras en los muslos jadeando y me alegré de que estuviese bien. Corrí a buscar la cría, miré en el chamizo, entre la chatarra, en el leñero, bajo el pilón. Nada. Apenas tenía un rato los buscaba, pero ni rastro.

En algún momento tendrá que amamantarlos, con esa idea la vigilaba. Para nada porque no hacía otra cosa que dormir.

A veces pensaba que mi padre los había encontrado y a veces que Lola se los había llevado bien lejos porque podía recordar las manos de mi padre, el frío que dejaron donde sus cinco hermanos.

Anoche me tocó venir. Mientras cargaba pienso en el tractor, creí ver a Lola pasar. Apagué el motor. En el ejido no estaba. Apunté con la linterna al chamizo, dormía plácidamente. Apagué la linterna y me puse a escuchar. Una oveja inquieta en el redil. Cerré los ojos. Pude oír el vuelo de los insectos, la brisa estremecer los ababoles. Y en medio de esa soledad inmensa, en el campo inmenso, oí trepar desde el centro de la Tierra por mis piernas los sueños.

De pronto, un rumor en la paja suelta de la hacina. Camino, despacio, oigo unos gruñidos agudos. Los paquetes de paja mal colocados dejan huecos cómodos y calientes. Aparto la paja, alumbro: los gruñidos son la risilla de las ratas que devoran los hocicos de los cachorros.

Los tiró allí, nuevecitos y sanos, y se desentendió de ellos. Tenían restos de placenta reseca, ni siquiera los lamió.

Ya viene, siento las voces de mi padre, los cencerros, los ladridos. Cenaremos, también en silencio.

Lola se ha despertado y muerde una vieja abarca. Me mira un momento con su oreja tiesa, ladea la cabeza y vuelve a lo suyo. Ya viene. Sus hijos se pudren a unos metros de aquí y ella muerde una vieja abarca. La envidio.


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