Es una calurosa tarde de sábado en la periferia de una ciudad sumergida entre cordilleras, llevo 5 horas trabajando bajo un sol abrazador, renegando el momento en el que acepte hacer un «último trabajo», sudando sin cesar bajo la gruesa camisa color cielo y el jean cuyo peso aumenta con cada gota de agua que absorbe, eso sin contar los incómodos zapatos que evitan que sufra una descarga eléctrica por algún cable expuesto, que no hacen sino incrementar el desespero por salir de ese lugar lo más pronto posible, sin mirar atrás. Pero el compromiso para con la empresa que confío en mi es mayor que mi anhelo de desertar, en un país donde el desempleo es un problema constante, huir es un lujo el cual no puedo darme. Así que me mantengo firme, mientras mi subconsciente mantiene una lucha desenfrenada con mi instinto, que con cada segundo que pasa me dice que algo va a salir tremendamente mal.

Piensa en otra cosa! , me digo, mientras mi mente viaja cientos de kilómetros hasta mi hogar donde mi madre espera y mi abuela intercede por mi ante un dios en el que no creía, creía en tiempo pasado porque lo que pasaría después haría que replanteara muchos aspectos en mi vida, incluidos la vida misma.

Al fin logré terminar la tarea que me había sido encomendada en aquel remoto lugar e inmediatamente puse en aviso a las personas a cargo que me dieron vía libre para volver a la ciudad.

«Gabriel!! Prepare la camioneta que nos vamos de este agujero!!», – le dije al tipo bonachón que me ayudaba con algunas tareas, a quien le estimaba unos 50 años aunque el quería aparentar que tenía menos cuando les jugaba bromas a las mujeres en los restaurantes o en el hotel, y que estaba igual de desesperado que yo por salir de ahí.

Listo, «Inge» – una suerte de diminutivo para ingeniero, que realmente no merezco si me lo preguntan.

Nos subimos a la camioneta, y tan pronto Gabriel la puso en marcha, en mi mente le agradecí al verdadero ingeniero que se le ocurrió la brillante idea de poner un aire acondicionado dentro de un automóvil, porque aunque mi cuerpo se estremeció con el repentino golpe de frío prefería mil veces eso, al sofocante calor que hacía fuera.

La ciudad quedaba al menos a dos horas de viaje, por una vía que no es más que una línea recta que desgasta hasta al más hábil de los conductores, noté como Gabriel se preparaba mentalmente para emprender tal recorrido mientras discutimos un tema superfluo. Tan pronto nos pusimos en marcha el camino se hacia cada vez más largo, interminable, como si el espacio se curvara y las distancia se multiplicara, mientras que el calor y el cansancio empezaban a pasar factura a nuestros cuerpos. Nos detuvimos en un pequeño parador ubicado a un lado de la carretera para tomar café y estirar las piernas, mientras hacíamos cálculos de cuanto llevábamos de viaje y cuanto nos faltaba aún por recorrer.

Luego del ultimo sorbo de café, para mi total asombro mi cuerpo empezaba a tolerar mejor el calor que antes me sofocaba, decidimos retomar el viaje, pero con cada kilometro que recorríamos me sentía más agotado, mi cuerpo clamaba a gritos un descanso y Morfeo no tenía mejor cosa que hacer que tentarme para que fuera a su reino. Lo que no anticipe fue que Morfeo también estaba llamando a Gabriel, quien al volante se convertía en un arma de destrucción masiva, dando tumbos por la carretera vacía.

Luego todo fue caos…

Recuerdo despertar levemente y entre sueños vislumbrar la silueta de una persona en una pequeña motocicleta que tomaba el carril derecho por donde íbamos nosotros sin siquiera mirar atrás, solo se puso ahí, frente a un armazón de metal que se desplazaba a más de 100 kilómetros por hora. Como era de esperarse Gabriel no pudo maniobrar a tiempo el auto, para cuando vio al conductor, este ya iba rodando por el suelo rodeado de cientos de pedazos de lo que en otrora fuese el vehículo en el que se transportaba.

Nuestra mente no podía dar crédito a la dantesca escena que se presentaba ante nosotros, la piel expuesta en enormes llagas causadas por las quemaduras por fricción producto de deslizarse por metros sobre el asfalto hirviendo, el rostro agobiado por el incontrolable dolor, sollozando, clamando entre sangre y lágrimas por auxilio. No tengo presente cuanto tiempo paso hasta cuando la ayuda llego desde el pueblo más cercano, pero cuando lo hizo, lo único que pude hacer fue ayudar a los paramédicos a subir a aquella persona a la ambulancia, para luego darme cuenta que mis manos tenían sangre que no era mía.

Cuando pensábamos que la situación no podía ir a peor, llego la noticia desde el hospital de la muerte en la ambulancia de aquel conductor, y con ella detalles que aún hoy me atormentan; el conductor era un humilde profesor de una pequeña escuela rural que ese día iba de camino a dar clases a niños de escasos recursos, era una buena persona, de un gran corazón con una familia que lo amaba, que cada día se levantaba a luchar por sus hijos y por darle a aquellos niños la esperanza de una vida mejor.

La vida de ese gran ser humano termino así, sin más, a causa de no haber tenido los cojones de declinar ese «último trabajo», a causa de seguir fielmente las mandatos de un mandamás que sentado detrás de su escritorio no hacia más que vociferar ordenes sin detenerse a entender excusas, cegado por quedar bien ante los clientes, no le importaba poner en peligro a quien fuese al costo que fuese.

La vida es efímera, volátil, escurridiza, esta vez fue el trabajo que el actuó como emisor del destino para que ese día, a esa hora, coincidiéramos Gabriel, el profesor y yo, dando como resultado este fatídico final.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS