Yo no sé. Cada día nuevo me promete una aventura rutinaria, escasa, malinterpretada, con un sueño constante de poder hacer «eso» realidad. Suena la alarma, porque mama ya no esta para levantarme, son las siete horas y tres minutos de la mañana, porque por alguna razón nunca me gusto la hora exacta. Me levanto de un salto, voy al baño y me congelo la piel de la cara hasta no sentir que me pesan los parpados, le doy un beso deseado a esa nariz húmeda de Juan que siempre me ve corriendo y nunca sabe hacia donde. Me peino, me visto, me voy a hacer la tostada dándome cuenta que ya es tarde, salgo corriendo dejando la puerta abierta, deseando que Juan no se escape, una banalidad porque ya es rutinario, como mi preocupación de que ocurra. Salgo y me doy cuenta que nunca se me va a dar vestirme apropiadamente para el clima, sin saber si la cambiante soy yo o el clima, sigo sufriendo las consecuencias climáticas en mi cuerpo a la parada del ómnibus, siendo este tan impuntual que nunca me promete mi llegada puntual. Me resigno, por esas cosas que tiene la vida, a no sentarme en ningún lado que no sea asiento derecho del lado de la ventana, por lo que tengo dos opciones: calambre de piernas o el confort extremo de ver el lado derecho de la acera escuchando Paolo Nutini. Estando en el ómnibus, único momento que me resigno a ver el reloj, dejo tan solo pasar el tiempo, admitiendo la culpa al tercero del chofer y dejándome llevar por la música en mi único espacio libre del día. Veo llegar la penúltima parada y recojo todas mis fuerzas para poder levantarme de ese asiento incomodo y confortante a la vez, sacándome los auriculares y bajándome de la nube, me bajo. Corro, porque nunca camino en estas tres cuadras, a marcar con mi huella digital la entrada y que diga que llegue a las nueve y tres minutos de la mañana, y me satisface, porque no me gusta ni llegar antes y pensar que podría haber escuchado una canción mas, ni llegar en hora y minutos tradicionales o que me despidan: nueve y tres minutos es lo exacto, los años en mi trabajo me lo permiten. Subo la escalera, prendo la computadora, me pongo la vincha telefónica, abro Google para encontrar esas cosas que les pasa a todos menos a mi y me dedico a estar las ocho horas rutinarias a atender aquella gente que o se siente sola, o necesita descargarse o realmente necesita servicio, que según mis cuentas son un promedio de tres llamadas por día. Todos los días me siento y espero que el reloj me corra por detrás, por delante o por los costados, porque ya no me importa como corre yo tan solo quiero que pase. No podría describir mucho mas de mi trabajo porque no hay nada mas que explicar, nada nuevo en veintitrés años del mismo escritorio y cuatro cambios de computadoras por alguna tecnología mas avanzada. Cuando son las cinco me retiro al paso mas tranquilo de mi vida, esperando los besos de Juan y sus saltos, deseando que no se haya escapado, saboreando la libertad del ómnibus y las caras de las personas, todas preocupadas, porque estamos todos preocupados pero no ocupados de realizar lo que queremos. Cada vez que llego a casa me siento a escribir sobre lo que vi, y puedo asegurar que no varia en absoluto, porque intento describir y todos terminan siendo igual, porque todo es igual y constante, y me arruina pensarlo. Mi mente luego de escribir se ordena sistemáticamente para seguir colaborando a mi heladera y techo y se auto-convence de que esto es así y no hay salida. Lo que yo nunca se es si es que no hay salida o tan solo se debe a que estuve veintitrés años lo suficientemente cómoda como para arriesgarme a conseguir «eso», porque conscientemente espero a que aparezca solo, se me presente, como regalo de todos mis días sacrificados por una compañía que no vale mi vida. Luego de una gran relfexión filosofica, mi mente ya se ocupo de pensar demasiado, y con panza llena, mia y de Juan, abrazados nos vamos a la cama, deseando que mañana sea igual y miedo a que sea diferente, o quiza a la viceversa, o quiza nunca lo voy a saber, porque es una duda, y esta es rutina.

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