Ayer, con la sirena de las cinco de la tarde, el jefe de «La Madrileña», don Longinos, desde su atalaya, megáfono en mano, anunció un ERE que va a barrer la plantilla. Quizás solo sea el comienzo…¡Tratarnos como si fueramos ganado,… y decirlo a la misma hora que empiezan las corridas de toros —un espectáculo de sacrificio hecho arte—, me ha quitado el sueño!… Nuestro sacrificio será en la oscuridad y cada cual rumiará su pena en silencio, sin pasodoble, bombos, ni timbales. Ni siquiera un gracias de despedida.

Esta mañana no he podido levantarme como acostumbro cada día, cuando mi despertador suena e ,igual que un monje, comienzo mis rituales. Pedaleo cinco veces al aire , de un salto me enfundo las zapatillas. Revivo con un café y cinco galletas; cinco minutos para afeitarme mientras me ducho; en otros cinco me visto y paso el peine por la cabeza cinco veces… Por fin salgo a la calle. Camino hasta la parada del autobús y espero unos cinco minutos. Hoy fue lavarme la cara, un café bebido y correr al autobús.

¿Vivo obsesionado por el número cinco? No. Para mí es el número de la suerte. Lo supe el día que empecé a trabajar en » La madrileña»: fábrica de bollería fina para desayuno y merienda— y ya llevo allí veinticinco años—. Me dieron un puesto en control de calidad: compruebo que los bollos estrella de la fábrica—los bracitos de gitano rellenos de frambuesa, los “frambuesitos”—quedan bien dispuestos en su envoltorio. Cinco bracitos por paquete, que han de conservar su tamaño y forma perfectos.

La fábrica en penumbra parece un anuncio publicitario del final que todos susurramos en voz baja. Recuerda a un ser atrapado por una enfermedad incurable y mortal. Su decrepitud huele, hasta se palpa . De música ambiental el ruido de las máquinas y la voz cavernosa de don Longinos, sus apariciones de fantasma que nos sermonea con que siguen bajando las ventas… Ya congelaron nuestros sueldos, los recortaron…Veo el abismo en los rostros de mis compañeros, en sus miradas bailarinas. Sobre nuestras cabezas planea un ERE que amenaza con devorarnos.

Paso horas pegado al teléfono en busca de un escuálido hierbajo capaz de desafiar al desierto, de un candil encendido que inunde de luz nuestra oscuridad.

—Sí, señorita, apunto… expediente…de regula…¡Ah! un ERE. Sí, suspensión de pagos…o un concurso de acreedores. Yaaa… no dan ninguna ayuda porque obedecen los designios del libre mercado… Muchas gracias.

El teléfono enmudece. Los valientes luchamos hasta el final.

Empiezo a cavilar. Yo, el héroe que mantiene cada día los “frambuesitos” en perfectas condiciones. No quiero echarme flores pero a nadie cuento que yo he salvado a la fábrica del desastre: apartando cucarachas, pajarillos o hasta una cabeza de ratón que suplantaron a algún bollo. ¡Imagino el escándalo si esos paquetes hubieran llegado a la mesa de cualquier hogar! Los telediarios habrían asestado a la fábrica un golpe mortal. Gracias a mí, hoy, continúa abierta.

Cuando suena la sirena de las cinco de la tarde, termina mi turno y tengo un plan. Llego a casa y salgo a la calle con mi carrito de compra. Entro en un supermercado y compro todos los “frambuesitos” que hay en un estante. Después me acerco a una zona de columpios, donde encontraré hambrientos niños. Me sitúo en un lugar bien visible, despliego un mostrador y anuncio en voz alta que promociono nuestro producto estrella. Enseguida se forma cola y agradecen el regalo. Luego voy a otro supermercado, a otro más…continúo el reparto hasta que el cierre de los comercios me devuelve a mi casa.

Una tarde, cuando visito el tercer parque, se acerca a mí un policía. Me han acusado se envenenar niños. Tengo que acompañarle a comisaría .

— ¿Me ha denunciado una mujer hippy, de melena suelta llena de canas?—pregunto. Imagino que será la misma que me amenaza con la condenación eterna, por regalar un producto de bollería con grasa de palma y conservantes, que llevará por el camino de la perdición dietética a los niños que se atrevan a probarlo.

Vamos a comisaría, reparto a los policías los paquetes que han sobrado.

—Pruébenlos, no tengan miedo, verán que son canela fina.

—Deliciosos—corean conmigo.

—Tan suaves que se deshacen en la boca dejando una huella frutal perdurable sin ser empalagosa —matiza el señor comisario mientras devora una segunda pieza con ojos de iluminado. Sé que su sentencia anuncia mi absolución.

Cuando recuperó mi libertad, la maldita loca me espera en la puerta de la comisaría. No para pedirme perdón; porfía en convencerme de su verdad. Intento huir pero me engancha con su palabrería, y juntos tomamos un batido de alfalfa aderezado con su voz de caramelo de fresa y sus ojos de miel. Se llama Bárbara y me contagia su fe en un futuro vegetariano. Permanecería horas escuchándola. En el fondo somos idénticos. Los dos vivimos entregados a lo que hacemos, tocados por la bendita locura que da la obsesión.

Mañana será un día más, de los cinco que tiene la semana laboral, para lograr, como un pequeño demiurgo, que los cinco frambuesitos de cada paquete queden perfectamente dispuestos, visitar cinco supermercados y cinco zonas de columpios donde promocionar mi gran obra, — digo «mi gran obra», no porque me falte modestia, sino porque es a lo que me he dedicado en cuerpo y alma hasta hoy: unas mil doscientas semanas laborales, es decir, unas cuarenta y ocho mil horas de mi vida—. De esa vida que a todos se nos escapa sin darnos cuenta. Sí, tengo que reconocer que me obsesiona el cinco… ¡¿Qué hubiera sido de mi vida sin el cinco?!

Mi despertador suena e ,igual que un monje, comienzo mis rituales… solo deseo que vuelen los cinco días para volver a ver a Bárbara.

FIN

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