Cada mañana Ricardo se peina el bigote concienzudamente, se abrillanta los zapatos, se ajusta el gabán y se cala el fedora, herencia paterna. Tras acompañar a sus hijos al colegio pasa siempre por delante de la que fuera su oficina. Mira por unos minutos la fachada y se imagina otra vez en su interior, rellenando informes absurdos hasta la noche. A la hora del café, cuando sus antiguos compañeros asoman por la puerta, Ricardo los saluda descubriéndose levemente el sombrero, después fuerza una sonrisa, y se marcha. Camina hasta el Metro, en dirección a su nuevo puesto de trabajo. En el vagón viaja de pie. Dice algunas palabras. Finalmente se quita el fedora y lo extiende, a modo de platillo, hacia los demás pasajeros. En pocos segundos suele recibir las primeras monedas.

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