Un fogonazo de luz, una bocanada de aire ardiente y el balido de una cabra. Sentí con una certidumbre ósea que este era otro mundo, que nunca había conocido nada igual y que había llegado en el momento justo. Tenía 26 años, viajaba con Josu, mi compañero cámara, y acababa de aterrizar en Benin. Meses antes ni sabía que esta tierra existiera. Cogimos aire, nos abrasamos los pulmones, nos sonreímos en nuestra blancura ostentosa y nos sumergimos en la negritud y el color.

Nos esperaban ocho días recorriendo el país, haciendo entrevistas en aldeas con casas de adobe y sin fuente, con árboles de sombra familiar y bendita y huertas minúsculas, a peluqueras de taburete, tijera y peine, madres de diez hijos, maestras sin libros, sacerdotes animistas que rendían culto a pitones amarillas y recolectores de algodón. A religiosos españoles y voluntarios africanos. Yo quería hacer uno de esos reportajes de una hora interesantes, comprometidos y antropológicos. Tenía una semana, ningún contacto previo con Benin en concreto ni con África en general y un feliz desconocimiento de los 60 dialectos el país. Pero también un preguión sobre el que erigiría una torre de Babel y una curiosidad y una energía inagotables. Así era. La situación y yo. Sí, periodista vocacional.

En el aeropuerto la cinta transportadora ofrecía maletas y bolsas sobrealimentadas, cabras enanas, fardos mórbidos asfixiados con sogas, mesas de mimbre y un perro enjaulado. Ovejas exploradoras vagaban entre nosotros mordisqueándonos, tediosas, los únicos calcetines que nos pondríamos en los siguientes días y un aroma dulzón y espeso sin nombre ni origen definido bloqueaba cualquier otro estímulo. Todo resultaba de una naturalidad densa e irreal. Como el aire. Recogimos nuestro equipaje, incluidos los 20 kilos de maleta repleta de cintas, micros, focos, baterías y enchufes suficientes para iluminar Benin durante varios días. Cuando hacer televisión equivalía, en términos físicos, a cortar troncos o levantar esféricas de 190 kilos. Nuestro trípode, durmiendo el sueño eterno en su cilindro acolchado, nunca llegó. Lo reclamamos en la ventanilla de Air France por cumplir el pacto tácito con nuestra conciencia de haber hecho todo lo posible y salimos a arder al exterior. El hombro derecho y la espalda de Josu acusaron su pérdida conforme iban transcurriendo los días. Las imágenes, apenas. Tenía pulso de ladrón de cascabeles.

En la calle nos esperaban los miembros de la ONG con los que íbamos a trabajar. Eran hombres y jesuitas. Desde el primer minuto eligieron a Josu como jefe del operativo y a mí me trataron con condescendencia, como a la novia o la secretaria del jefe, sin llegar ni a ocurrírseles que yo fuera la directora del reportaje, ni a creérselo cuando les pedía rodilla en tierra que me miraran a mí al responder y traducir en las entrevistas. No lo llegué a conseguir nunca. A él se dirigían en sus respuestas siendo yo quien hacía las preguntas. Tuve que tragar con ello y asfixiar toda rebelión de orgullo y dignidad hasta el vuelo de vuelta. Dignidad que ya había perdido al vestir el traje de alegres estampados que nos regalaron al día siguiente de llegar. En mis pantalones cabíamos los dos y el trípode que nunca volvimos a ver. Una cuerda de atar paquetes fue clave para no perderlos. Pero todo mereció la pena.

Contraviniendo todo precepto de la aprensión occidental caminamos en sandalias y sin calcetines sobre un mar sinuoso y caliente de pitones amarillas. Nos dejamos embaucar por los relatos de los hechiceros y las seductoras historias del culto animista. Sentí la impotencia de no ser médica o enfermera o algo más práctico que lo que soy cuando una madre joven me entregó a su bebé enfermo en la creencia sin fisuras de que los blancos poseemos poderes que sólo los dioses conocen. Soñé con cada siguiente entrevista y cada vez me rendí, fascinada, ante la cadena de traducciones consecutivas del castellano al francés y de éste al yoruba, o al fon, o al fula. Ante ese alambique mágico a través del que respuestas que contenían una vida en frases, gestos e inflexiones llegaban a mí decantadas y evaporadas en cinco palabras. Confié siempre en la mirada de quien me hablaba, en los códigos no escritos de la hermandad subterránea que nos une a todos por debajo de culturas y lenguas. Descubrí en mi habitación de suelo encementado y puerta demasiado corta bajo la que podía pasar una anaconda, una fauna que si encontrara hoy en mi casa me provocaría un paro cardíaco. Y en un día aprendí a convivir con arañas del tamaño de mi mano, alacranes letales junto a mis pies desnudos, murciélagos que en la noche sin farolas y a veces sin luna agarré confundiéndolos con el pomo de una puerta sin pomo, ciempiés de melena insondable y lagartos transparentes.

La noche antes de volver estábamos diluyéndonos en sudor sobre una terraza de adobe. Voces y risas, susurros y jadeos salían de las cabañas y bailaban entre callejuelas, trepaban por las paredes enredándonos en su hipnótica banda sonora. Un fuego temblaba a la brisa cálida del desierto y la voz de un jesuita ardiendo en la fiebre de la malaria nos regalaba sus últimos consejos y una piedra negra y porosa hecha de huesos humanos hervidos. Nos contó que, si la aprietas sobre la mordedura de una serpiente, es capaz de absorber el veneno y librarte de una muerte no elegida. Aquí la tienes, ahora es tuya.

Te escribo esto, hijo mío, porque en unos meses entrarás en la universidad y ya no estoy aquí para contártelo. Elige otra profesión. Pero si va a ser esta, dalo todo, porque te lo va a pedir. Es egoísta y cautivadora. Y ni siquiera esta piedra va a poder hacer nada contra ella.

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