Sus manos venosas agarraron las llaves del coche para marcharse a casa. La tenue luz del farolillo le dejaba al descubierto esas extremidades callosas que le conducían al suspiro. Abrió la puerta de su automóvil y dejándose caer suavemente se posó en el asiento, reflexivo, taciturno, pensativo. Cerró la puerta, bajó la ventanilla para que pasara el frío aire callejero y volvió a suspirar. Un chasqueo proveniente del exterior le llevó a incorporarse. Levantó su mano izquierda para despedir a su último compañero y bajó la mirada, derrotado. El viaje de vuelta a casa sería largo, como cada noche.

Llegó a casa y una ducha fría reactivaría su cuerpo, aunque fuera justamente para descansar junto con su querida esposa que lo esperaba ya dormida pues, como venía siendo costumbre, el reloj pasaba de las 3 de la madrugada. Intentó no hacer ruido, pero fue inútil, su pequeño bebé tenía un sueño ligero, su llanto hizo despertar a su mamá. -No te preocupes cielo, yo me encargo- dijo con una voz quebrada.-Cariño ¿te ocurre algo?- preguntó instintivamente la joven. -El trabajo. Ya sabes, como siempre, una basura.

Desde hacía tres años trabajaba en una empresa de montaje de muebles de madera. Las jornadas eran largas y el salario bajo, pero el trabajo manual que cada día debía realizar allí desgastaba cada centímetro de su musculado cuerpo. Para Robert, cada día allí representaba un infierno, no ya por lo agotador de la tarea, sino por la compañía de su trabajadora subordinada, Natalie, la belleza personificada.

Robert, hombre integro y con unos valores arraigados en la confianza y el respeto, perdía la cabeza por cada palabra que Natalie parecía recitar cuando ambos hablaban. Su piel clara como la leche y sus brillantes ojos verdes eran una mezcla satánica, el pecado hecho carne.

Ese día fue diferente. Como si de una broma de humor negro se tratara, todos los problemas se desencadenaron de forma discreta. Comenzó cuando ambos se quedaron a solas en la cámara de montaje de respaldos para sillas, solo un par de compañeros continuaban en las instalaciones, aunque en otra zona de la empresa. Robert había sufrido días antes un pequeño corte en la mano derecha que había seccionado una de sus falanges del dedo anular. Natalie, sin más ánimo que el de interesarse por el estado de salud de su jefe, lanzó una breve pregunta al aire. – ¿El dedo mejor?- preguntó con un leve tono y una media sonrisa pícara. Robert se sorprendió a si mismo al ver los mofletes sonrojados de la joven ya que, al sonreír, Natalie había levantado sutilmente su labio superior dejando una mueca angelical que él no podía dejar de observar, embelesado. -Va mejorando, aunque la alianza la tuve que dejar en casa.- Respondió el hombre, cada una de las palabras que componían su indiscreta afirmación no habían sido calculadas. La joven chica no podía apartar ahora la mirada de su superior, la mecha estaba encendida.

Una sucesión de miradas indiscretas y pasionales les llevó a la realización del coito. Sin haberlo planeado, Robert, un hombre que se consideraba a si mismo fiel, había cometido adulterio. No pudo remediarlo, la pasión le había llevado a un estado de éxtasis pasajero que no lo llevó por el camino del hombre recto. Mil veces se maldijo mientras le preguntaba a Natalie, ya vestida, cómo habían podido hacer algo así. La culpa no se iría. Ahora, lo único que podía hacer era vivir con ello.

Pasaron los años y Robert seguí casado con la misma mujer y trabajando en la misma empresa, realizando las tareas que cada día le correspondían y adoctrinando a todas las jóvenes ayudantes que le asignaban para aprender el oficio, pero ninguna de ellas poseía esa sonrisa pícara que una vez poseyó Natalie, su chica de brillantes ojos verdes.

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