Alfa, trabaja, y Omega.

Alfa, trabaja, y Omega.

El despertador me saca del sueño como una jodida cesárea, interrumpiendo mis fantasías cuando más cálidas y prometedoras resultan. Apenas despierto, apenas vestido, apenas en vida, recaliento el jugo negro de la cafetera para no perder tiempo en preparar un bebedizo decente; el resultado es que mi primera ingesta se aleja de lo deseable, como un biberón químico del néctar jugoso y gratificante de la leche materna. Salgo a la calle con pasos inciertos, tambaleantes, aprendiendo a caminar en la oscuridad de una madrugada gélida, incómoda y exasperante. Alcanzo a entrar en el autobús, que se detiene con la desgana de sus resuellos de amortiguadores misantrópicos, y entro en la atiborrada tripa de la máquina, sin asiento, sin espacio, sin ternura, formando parte de una familia de desapego y desprecio. Como leer es imposible, me aplasto contra un cristal empañado y distraigo mis sentidos con el entretenimiento de dibujar un dragón, creando surcos en el vaho con mi dedo. Un escolar contempla mis trazos torpes y, desvergonzado, critica mi dibujo por considerarlo deforme. Me arrebata la frustración de verme privado de mis juegos infantiles, y desbarato mis trazos con un zarpazo de palma de mano. Lo siguiente que dibujo es una rotunda polla goteante de condensación o de alegórico semen. La madre del infante ve el resultado de mi rabieta y, repentinamente, insultos y ofensas me rodean y no se apartan de mí hasta que alcanzo a salir en mi parada, cubierto de reprobación y suspenso social. Entro en la oficina al tiempo que una compañera a la que creo no haber visto antes, mi mal humor cede, y le dirijo palabras amables y un saludo original; desprecia mi cordialidad con un gesto y se pierde en oscuros pasillos de departamentos oscuros: tal vez estaba en el autobús, o solo es una cabrona antisocial, pero experimento un despecho de amor precoz, que me devuelve a la realidad de mi malestar perpetuo. Tomo asiento junto a mi compañero, solo para recordar que nos odiamos recíprocamente con la cínica armonía de un longevo matrimonio de compromiso, y que cada expediente que abordo, trato de convertirlo en un arma capaz de apuñalarle con un buen despido. Como sé que él hace lo mismo, tiemblo al pensar que hoy ha llegado antes que yo, lo que no es costumbre y no augura nada bueno. No hablamos, tecleamos infatigables como dos chicharras sincrónicas en un descampado tórrido, sin intercambiar la más mínima sustancia social, pero igual parimos juntos un par de informes con nuestras firmas bien pegadas debajo, informes peligrosos como campos de minas, que se despegan de nosotros sin darnos satisfacción alguna, pero sí la certidumbre de un sangriento daño futuro. Entonces, el ritmo de mis dedos se sosiega y mi ánimo se atempera, no por experimentar una epifanía, ni por desarrollar una nueva y amplia visión de todo, sino por el simple y superficial avance del tic tac que va consumiendo la mañana e insuflando madurez. Me siento eficaz entonces, y dejo de temer. Soy consciente de que domino absolutamente mis tareas y nada se escapa de mi control. La paz me dura poco, no obstante, pues recibo un correo de mi jefe con una larga lista de quejas, y descubro que las trampas de mi compañero estaban mejor urdidas y ocultas de lo que yo había sido capaz de concebir. Lo que es peor, es que reconozco en las faltas documentadas en el correo, otras ya cometidas no descubiertas aún, y que sin duda conllevarán mi despido. Acepto, pues, el final, sin gloria y sin valentía; no hay nada en mi pasado que me haga el trago más llevadero, ni adorno el futuro con fantasías de venideros mundos más gratos. Como único consuelo, me reconforta pensar, que tampoco esta vida que vivo merece que se derrame por ella ni una lágrima de despedida. Es hora de desayunar y ya estoy muerto, incinerado, mi urna se ha quebrado, y mis cenizas llevadas por el viento nunca tocarán el suelo de nuevo, no servirán de pasto para las criaturas, ni abonarán la tierra de un cultivo. Frente a mi compañera de desayuno, una anciana hinchada de glotonería, pereza y vacuidad, digiero el pan quemado y tristemente aderezado. ¿Qué te pasa? Me pregunta. Odio mi trabajo, contesto entre desidiosas dentelladas, y entonces, la muy sátira, con una mirada cargada de sorna y una mueca de sonrisa repugnante en sus agrietados labios, me espeta: Es natural.

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