Una vez rogué, cuando tenía siete años; mi mamá me dijo que le diga a don Carlos, el de la fábrica de ladrillos: “por favor don Carlos, se lo ruego”, y se lo dije sin entender bien de qué se trataba la frase, repitiendo como un loro en verdad. Don Carlos me escuchó sin dejar de maniobrar con unas bolsas que dejaban un camino de polvo, desde un techado hasta un enorme recipiente del que salía olor a quemado. Con el cigarrillo en la boca sostenido de costado y cerrando un ojo para que no le queme el humo me preguntó si estaba seguro, “sí, le dije, mi mamá me manda”. ¿Entonces ya empezás?, sí, le contesté y me dijo que lo primero era cargar la camioneta con los ladrillos que estaban ahí nomás en una pila, me asusté cuando vi que era más alta que yo. Empecé a contarlos cuando ya había cargado bastantes, contaba de a dos que era lo que podía llevar con las dos manos. Cuando llegaba a cien o quizá antes porque me aburría, empezaba de nuevo. No sé cuántos cargué, ni cuántos conté. Sí sé cuándo me empezaron a doler las yemas de los dedos y a pelarse algunos de ellos, era casi de nochecita y don Carlos no prendía las luces para no gastar, pero yo ya no veía. Me fregaba los ojos porque me lloraban, me crujía la panza y me temblaban las piernas. Me quería ir y no volver más.
Eso fue un martes, el miércoles empecé a ir por la mañana. Iba todos los días y en algunas ocasiones también los fines de semana. En mi casa necesitaban la guita.
En las manos me salieron callos y cada día aprendía algo nuevo. Don Carlos decía que era bueno aprender, pero yo cada vez hacía más cosas y él menos.
Después a veces iba a la escuela y a veces, o casi siempre sin comer. Iba con las mismas zapatillas que tenía para trabajar y apenas tenía tiempo de mojarme un poco la cara y el pelo; aunque algunos tomaban eso como un motivo de burla; pues no quedaba del todo bien el polvo, los rasguños y el agua sucia que aún me chorreaba del pelo. Como don Carlos no me dejaba irme hasta que tuviera todo listo, y además él consideraba que yo era joven y fuerte y podía ir corriendo, entonces no me quedaba opción. Debía correr porque salía con el tiempo justo, solo cinco minutos antes del ingreso, así que las trece cuadras las recorría a toda velocidad escuchando mis tripas, mi respiración y sintiendo cómo se me acalambraban las piernas tratando de sostener con mis dedos las zapatillas que parecían chanclas. Lo importante era estar a horario en la escuela; no me gustaba llegar tarde, porque al que llega tarde no le dejan silla y la maestra se enoja porque hago ruido trayendo silla de otro aula.
Pasaba las cuatro horas en la escuela casi sin hacerme de amigos, bah, nunca tuve amigos de verdad. Creo que no les agradaba, o al creerlo yo no me animaba a empezar una conversación. No era tímido pero yo me daba cuenta de las diferencias entre ellos y yo. Hacía lo que podía, porque empeño no me faltaba, pero no entendía mucho y las tareas las llevaba de vuelta a la escuela sin hacer. Me sentía realmente perdido. Pero don Carlos me decía que era bueno aprender entonces me esforzaba siempre.
Salía a las cinco de la escuela con esa tentación de quedarme un rato en la plaza con otros chicos. Esto tenía dos cosas en mi contra: algunos no soportaban que jugara con ellos porque decían que era pobre, porque afuera de la escuela me lo decían sin problema y además si me reía, cosa que evitaba, se me veían los espacios por la falta de varios dientes, aunque imagínense lo difícil que debe ser evitar reírse y más cuando se tienen siete, ocho o nueve años; eso a muchos no les gusta así que si me quedaba no me reía; la otra cosa en mi contra era que mi patrón me esperaba para darme las monedas del día de trabajo y mi mamá y mi padrastro las esperaban para comprar algo que mate el ruido de la panza hasta el otro día. Una vez me demoré mirando a los otros chicos jugando al fútbol en la canchita y mi mamá enojada y el tipo también, me dieron unos azotes que no quiero recibir nunca más. Es por eso que me voy rapidito a casa pasando antes por lo de don Carlos.
Así fueron mis días desde los siete hasta los once años, los doce y hasta la mayoría de edad, con la única diferencia que ya hacía rato que no iba a la escuela; sólo trabajaba.
Casi con dieciocho fue como si se prendiera la luz, veía las cosas distintas. Yo aprendí a observar a la gente sin que nadie me enseñara; a los que laburaban, a los chicos que parecían viejos, a los que mendigaban, a los que tenían, a los tristes y a los raquíticos con panza; también a los dueños de lindos autos y a la vendedora de la panadería que no podía ser más hermosa.
Tuve que esmerarme mucho para no ir al campito y aspirar la bolsa como hacían otros pibes; algunos caen en tentaciones para no ver la realidad.
Yo caí en la tentación de pensar cada vez más en la chica de la panadería sin saber por qué dolía tanto. ¿Cómo iba a llegar a ella? Demasiado delgado, sin buena ropa, las manos desvencijadas, sin sonreír, con olor a leña, pobre y casi bruto.
Cuatro años después…
Ella todavía trabaja en el mismo lugar. Yo todavía la miro con amor. Pero sigo siendo el mismo; un adulto sin infancia y sin dientes.
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