Mi maravilloso primer día

Mi maravilloso primer día

Sergio Alonso

29/05/2017

Todos conocemos a esa persona que cuenta con orgullo la historia de la que tantos otros nos avergonzaríamos. Esta es una de esas anécdotas que fue contada por una de esas personas.

Esa mañana se despertó con el sol en la cara, cosa que querría haber evitado a toda costa, pero su alarma se había olvidado de sonar. No podía llegar tarde en su primer día de trabajo, así que la necesidad puso a su alcance las fuerzas de flaqueza que le permitieron levantarse de la cama de un salto y acometer contra la puerta del baño con la fuerza de un huracán.

Se duchó por completo antes de que el agua de la ducha empezara siquiera a calentarse, se lavó los dientes antes de llegar a coger el cepillo y se secó y vistió antes incluso de abrir su armario.

Bajó a la cocina a desayunar con tal de no arriesgarse a un bajón de azúcar. Se apresuró a preparar un café con tales ansias que, al probarlo, olvidó la prisa y sólo pudo pensar en el asco y el poco respeto que había demostrado por sus papilas gustativas. Intentó arreglar su estropicio con un bote de leche que encontró en su encimera. No recordaba el momento en que había comprado ese brick, pero no tenía tiempo como para preocuparse de que no estuviera en la nevera. Acabó su desayuno improvisado en cuestión de centésimas de segundo y empezó la carrera contrarreloj.

Condujo como nunca había conducido, burlándose de las leyes de urbanismo y los semáforos que le miraban en rojo. Entre insultos, pitidos y gestos hostiles aparcó delante de la puerta de su nuevo trabajo con algunos minutos de margen, habiendo logrado con creces su objetivo. Sin embargo, al relajar la tensión que llevaba acumulando desde el primer parpadeo de aquel día, su sistema digestivo vio la oportunidad de manifestarse.

Su estómago bramaba como un arce en su época reproductiva, como si la continuidad de su existencia dependiera de los decibelios que emitiese y, en ese crucial momento, el mundo paró, pero su intestino siguió adelante: Encontrar un baño se convirtió en su única preocupación.

El número de su planta en el edificio: el cinco. El número de escalones a superar: excesivo. Corrió tan rápido como le permitieron sus piernas, que contraían su abdomen como mecanismo de defensa. Picó el botón una vez. Volvió a picarlo otra. Y repitió el proceso tantas veces como pudo sin llamar lo bastante la atención a alguien como para que éste llamara a seguridad. El ascensor, impasible, no se dio más prisa de la usual, por lo que tardó unos segundos —para él eternos—, en bajar.

Abrió sus puertas y cedió su espacio al protagonista de esta historia, que vio cómo el botón del segundo y tercer piso estaban iluminados, lo que instintivamente tradujo en momentos de lucha interna, de castigo del destino, de inclemencia vital.

Por fin el ascensor llegó a su planta y le dejó salir. Ya empezaba a nublársele la vista y su barriga había conseguido sumar varios músicos a su prominente y exponencialmente creciente orquesta sinfónica. El baño estaba ahí, al final de un pasillo. Dejó de pensar y actuó; dejó de caminar y corrió.

Abrió las puertas de su cubículo de madera, cerró el pestillo y se sintió abrazado por San Pedro. Cientos de ángeles orquestaban su bienvenida a un paraíso terrenal que jamas había contemplado como real, pero ahí estaba él, a sus puertas. Abrió los ojos después de un momento de trance, miró su reloj, se despidió de su ensueño y se dispuso a salir.

Al cruzar la puerta del baño, una mujer exclamó:

—¿Qué hacías allí? ¿No has visto el cartel?

Vio que era una chica con una edad parecida a la suya y, aún conmocionado por el bienestar posterior a su indigestión, contestó con una cercanía excesiva para dirigirse a un desconocido en una oficina:

—Perdona, pero de verdad que era una emergencia. Me he equivocado de baño y he ido al de chicas, pero te aseguro que, si entras ahora, la que se habrá equivocado serás tú.

El gesto de la chica se arrugó en una mezcla de asco y rabia que el protagonista de esta historia se tomó con humor.

Minutos después, sentado en una sala de espera mientras todos los nuevos trabajadores miraban sus relojes con nervios antes de empezar su primer día, apareció la chica del baño y saludó con una frase que paralizó a nuestro chico:

—Buenos días a todos, soy María, vuestra nueva jefa.

Cada letra de su frase dinamitó con mayor éxito la confianza en sí mismo del chico que, aún chocado por la situación, no pudo hacer que reaccionaran sus piernas y se quedó sentado en la silla mientras todos se levantaban para saludar.

—¿Tiene algún otro problema? —le preguntó su nueva jefa.

—Que la leche de mi casa está caducada —dijo sin siquiera saber que estaba hablando.

Con el dinero del paro que, por culpa de ese día no dejó de cobrar, compró leche esa misma tarde.

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