Comíamos, estábamos sentados, masticando, disfrutando como cualquier otro día, pasaba la vida como un momento que olvidas, que tu memoria no retiene porque es tan común y tan repetitivo, que no le encuentra nada de especial como para ponerlo en un archivo del recuerdo.

Me dirigí a mi empleo, caminaba las mismas calles pero todo estaba ahí sin verse igual, llegué a dar clase, la angustia crecía, me absorbía, me ahogaba por saber de ti, de lugar en dónde te encontrabas, y pasaban los días.

Ni todos los estudios, ni todos los libros, ni dominar la materia, ni hablar a diario de la prevención, de perfiles criminales, de factores endogenos y exogenos, de cómo un delincuente elige a sus victimas o cómo una victima conoce al que le ocasiona una acción dolosa, nada, me pudo haber preparado para ese día.

Las caras eran tan familiares pero tan vacías, ver a los mismos rostros del instituto haciendo practicas, cubriendo turnos, dirigiendo la noche y el día en el servicio forense. Verte a ti en una plancha, reconocer tu cuerpo, reconocer tus heridas, reconocer aquel último día repetitivo, como eso, el último día, reconocer que las esferas del trabajo y la familia estuvieran en los mismos metros cuadrados.

Mi trabajo es analizar porqué una persona se convierte en un delincuente, mi trabajo es enseñar a los alumnos la génesis del crimen, en un país como éste, no hay sorpresa de haber sido víctima de un crimen. Sin embargo, ahí estaba yo, parado frente a ti, golpeado por la injusticia, por la muerte, por la vida, por los cobardes, por los ignorantes, por el dolor, por la perdida, por tu partida. No importo que mi jefe fuera el director, no importo a quién conocía, no importaron las teorías, las lineas de investigación, mi grado académico, yo estaba ahí reconociendo el cuerpo de quién me dio la vida.

Qué ironía, que sarcasmo de la vida.

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