Moreno dijo algo que le pareció gracioso y empezó a reírse por dentro. Estaba en medio de una reunión y tenía que contenerse. De hecho, lo que había dicho no era gracioso ni divertido, pero no podía evitar verlo así. Era más que Moreno le parecía ridículo diciendo eso, y se lo imaginaba como si fuera un pollo intentando picar sus propias palabras, que se le caían del pico a puñados. Se le escapó un hilito de carcajada y su jefe lo miró con gesto reprobatorio. Era un tipo serio, chapado a la antigua en los negocios, en la moral… en todo. No le gustaba el humor en la oficina. Allí se iba a trabajar, no a pasarlo bien. Se contuvo un momento, pero Moreno seguía disertando y las palabras se le seguían cayendo del pico. Ya le veía incluso ojitos de pollo, redondos, pequeños y negros, desprovistos de chispa y de ironía. Soltó un gruñido, que era el eco de la carcajada interna que lo desestabilizaba y que disimuló con un carraspeo. Moreno se detuvo y lo miró, girando la cabeza bruscamente, su cabeza de pollo tímido. Luego siguió con su discurso aviar que olía a granja y a agua de abrevadero. Intentaba contener la risa en el estómago y estaba empezando a hacerle daño. Se retorcía en la silla intentando no ser detectado. Al tercer carraspeo, su jefe le lanzó una mirada que pretendía ser intimidatoria y que acabó por elevarle los nervios y la risa interior. Se levantó para salir, pero el jefe lo cogió del brazo y lo obligó a sentarse. Se señaló la garganta con una sonrisa de oreja a oreja, que ya preconizaba el desastre, y el otro negó con la cabeza y con el alma. De esa reunión no se iba nadie. Le soltó un caramelito de menta. Bien podría ser arvejón para Moreno, que había empezado a mover las alas para echar a volar en vano. Intentaba calmarse pensando en lugares armoniosos y desiertos, pero al final siempre aparecía Moreno moviendo el cuello con espasmos, arrastrando los pies y picando palabras, y las ganas de reír a pecho abierto se hacían más grandes. En ese momento, a Moreno le salió un gallo que detonó la risa colérica de botella de refresco que ha recibido dos patadas y se ve abierta por un incauto con sed. Era risa pero parecían gritos de tortura. El jefe se agarró a la silla y Moreno dio un paso atrás, tropezando con su propio pie y cayendo al suelo. La carcajada era ya tan poderosa que toda la oficina los miraba a través de la cristalera de la sala. El cristal podría romperse de un momento a otro. Mientras se reía, daba golpes con los puños en la mesa intentando zafarse de los borbotones que brotaban de su interior como ese cuerno mítico del que siempre mana cerveza. Reía tanto que casi no podía respirar. Uno de los asistentes de la reunión había salido corriendo asustado. Moreno intentaba calmarlo clocando y picoteándole el pecho, y el jefe gritaba histérico “intolerable”, “inadmisible”, “recato”, y la risa ya empezaba a doler como si le estuvieran separando las costillas a la fuerza. Las plumas que cubrían a Moreno eran de colores vivos de pollo de feria. El jefe trató de colocarlo en su silla, pero no pudo contenerlo y acabó tirado sobre la mesa, retorciéndose de regocijo y dolor al mismo tiempo. Para cuando dejó de respirar, todos habían abandonado ya la sala.

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