La frustración le visitó mucho antes que cualquier idea. Llevaba horas sentado al escritorio, admirando la blancura de un puñado de folios sin que se le ocurriera nada. Nada. Tanto tiempo de trabajo desperdiciado. ¿Trabajo? ¿Puede llamarse trabajo a algo que haces extasiado durante horas cuando la inspiración acude a la cita, para después pasar semanas varado en la inopia más absoluta?

Debió buscarse un trabajo de verdad. Había estudiado una carrera de prestigio, con muchas salidas. Muchos se lo aconsejaron. “Consigue un buen trabajo, un trabajo normal, y si cuando tengas una vida estable aún quieres escribir, entonces lo intentas en tus ratos libres”. Ahora mismo podría estar derrochando un abultado sueldo en un lujoso coche nuevo, en lugar de tener que pagar el transporte público con la limosna que sus padres están, por suerte, encantados de darle.

Pero él no quiere escribir solo en los ratos libres de una posible vida futura. Él quiere escribir siempre. Devolverle al mundo una millonésima parte de esas historias que todavía le transportan a tiempos pasados y futuros; a lugares exóticos, fantásticos o cotidianos, donde sucede cualquier aventura que un cerebro privilegiado haya podido crear.

Hastiado de esperar una revelación divina en forma de historia, decidió que la montaña iría a Mahoma. Era hora de visitar a las musas. Se vistió con la ropa que tenía más cerca: los vaqueros nuevos, una camiseta vieja y sus cómodas deportivas; cogió una de sus libretas de apuntes, un bolígrafo azul, y salió a la calle.

Lo único que era capaz de ver era todo tipo de lo que sus allegados llamaban “trabajos normales”. Unos obreros reparando un escape en una tubería. Dependientes, proveyendo a cualquiera que lo necesite de los bienes almacenados en sus tiendas. Dos policías, transmitiendo seguridad a los viandantes en estos tiempos turbulentos en que nos toca vivir. Vislumbró la estela de un avión en el despejado cielo, lo cual le llevó a pensar en los concentrados pilotos que lo guiaban hacia su siguiente parada en el camino, evitando que los pasajeros alcanzaran el final destino antes de lo previsto. También pensó en las amables azafatas que atenderían (y soportarían) al pasaje. Pero no se encontró capaz de componer ni un solitario verso. ¿Dónde moráis, mustias musas que permitís que se marchite su mente?

En su caminar llegó al mirador de la ciudad. La luz de oro del ocaso obnubilaba los ojos de todo aquel que mirara al oeste, mientras que oscurecía hacia el color ónice nocturno la parte oriente. Era un reflejo fiel de cómo se sentía nuestro protagonista: capaz de percibir la belleza de lo que le rodeaba, su mente aún se veía inundada de tiniebla. Decidió que lo mejor sería volver e irse a dormir. Quizá el perezoso Morfeo le mostrara algo que despertara su ingenio dormido.

Y entonces recordó por qué eligió ser escritor. Le encantaba soñar. Y al escribir no hacía otra cosa que contar sus sueños a quien quisiera escucharlos.

¿Y hay mejor trabajo que soñar despierto?

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