La oficina olía a tinta y a libros viejos. En el escritorio, dos columnas de carpetas custodiaban a la máquina de escribir que hacía oír sus teclas hasta la calle, esparciendo su eco por el pasillo desierto. Ajena a lo avanzado de la noche, Elvira tecleaba basculando sus ojos entre los manuscritos a su derecha y las hojas de papel blanco, carbón y rosa que a su izquierda se dejaban tallar por los tipos metálicos.
Cuando se cansaba le parecía ver movimientos a su alrededor; por eso no se detuvo cuando una sombra carrubia pasó por la ventana. Pensó en Andrés, su asistente, con su camisa –carrubia, por cierto- y su verborrea perfumada a lavanda inglesa que tenía el poder de desconectarla de todo lo que la rodeaba. Él narraba sus aventuras de bares de carretera, cines desiertos, fiestas a las que no había sido invitado; sus ojos chispeaban al hablar, como si realmente le hubiese dado la vuelta al mundo. Mientras, seguía escribiendo sin equivocarse; era excelente mecanógrafo, sin duda. Escribía, hablaba y, sobre todo, la miraba; la miraba como nadie la miró nunca, como siempre quiso ser mirada. Esa mirada la atrapaba y le impedía despedirlo, aunque ya llevaba dos semanas intentándolo. Necesitaba cortar por lo sano para no tener que denunciarlo: dos veces lo encontró falsificando su firma y ayer hurgando en su bolso.
Hoy se atrevió a mirarlo sin detenerse; él le sonrió y ella comenzó a temblar. Deseaba acercársele para perderse en aquellos chispazos oscuros y desinhibidos. Él le decía cómo le gustaba hacer que las mujeres se sintieran como unas reinas, y cómo les susurraba cosas al oído; mientras hablaba, acariciaba su barba. Sosteniendo la mirada, comenzó a preguntarle sobre sus afectos, su soledad, sus deseos en la vida, y cuando ya la veía sonrojarse, bajó el tono de su voz, detuvo su labor y se le acercó, alegando que no podía resistir ese impulso. Ella se irguió fingiendo enojo, aunque no podía dejar de sonreír. Tenía que controlarse: él era su subalterno y ella una dama sola – más sola que dama a estas horas– empleada de confianza y con una reputación intachable; sería un absurdo desperdiciar tanto por un mariposeo en el pecho; además, el lugar de trabajo es sagrado, pensaba. Pero, ¡cuánto le gustaría dejarse llevar!
Bostezó. Se dio cuenta de que había dejado de teclear. Recordó que al llegar a la casa debía ponerle comida a su gato y reanudó su tarea para transcribir los últimos renglones. Rodó el carrete de la máquina, extrajo el pliego de papel carbón y sacó las hojas; las contó: una, dos, treinta, cuarenta y nueve, sesenta y ocho páginas; sesenta y ocho, como el año. Las revisó una por una antes de apilarlas. Ordenó el escritorio y cubrió la máquina de escribir, no sin antes levantarla y chequear el serial grabado en su base: ¿quién pudiese adivinar que allí estaba la combinación de la caja fuerte?
A través del tejado se empezó a escuchar ruido de lluvia. Recogió su bolso y su paraguas, apagó las luces y salió apurada, pensando parar un taxi. Al salir vio que la lluvia amainaba y recordó que no le había pasado llave a la gaveta de su escritorio, donde guardaba las chequeras. Se devolvió y abrió la puerta de la calle, penetrando por el pasillo. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando vio encendida la luz de la oficina; tuvo tiempo de oír movimiento de sillas y unos pasos apresurados que se alejaban. Las gavetas de su escritorio estaban abiertas y en el suelo las últimas copias que había transcrito. Cuando se agachó a recogerlas sintió el aroma de lavanda inglesa y un pañuelo que le apretaba boca y nariz mientras todo se iba oscureciendo a su alrededor.
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