El día empezaba a declinar, las sombras emergían como cánticos de iglesia, y Pepe, archivista municipal, encendía las luces de neón de su “segunda residencia” allí en donde pasaba más horas comprometido con sus conciudadanos: una nave rectangular, cuya fachada, la de menor longitud, daba a la plaza de la ciudad, y estaba erguida con vestigios románicos. Las ventanas eran alargadas, inaccesibles por la altura de su alféizar. Cuando llegaba cierta hora del día iluminaban los cuatro pasillos a los que abocaban y a aquello que ordenadamente se guardaba: cajas especiales de cartón con una pegatina informativa de n.º de pasillo, cota y longitud. Tanta acción solar se transformaba en los meses de verano en un calentamiento excesivo del recinto. Una climatología adversa que denunció en varias ocasiones. Él se protegía en la fachada norte donde corría aire fresco.

Normalmente toda la información estaba dormida, se prescindía formalmente de su uso. Diferente era el archivo de la policía municipal, en donde los artículos expuestos serían pruebas de robos, supuestas denuncias y hasta de homicidios. Aquí, el trabajo era más sereno al tratarse del Archivo Municipal de Urbanismo. A este lugar vienen las carpetas y él sólo debe ordenarlas en el estante preciso, sin pararse a mirar el interior. No tenía compañeros de trabajo, pero cuando salía al vestíbulo a tomar café, conversaba con sus homólogos, era un tiempo que disfrutaba, pero luego se recluía en su labor.

En la antesala del archivo había una pequeña mesa y una máquina de escribir. Los cartapacios, que ligaban la información con la situación expresa en el almacén, se erguían a su espalda y desde ambos lados se accedía al interior. Había una instalación de protección contra incendios mediante rociadores y de la que era un poco escéptico, porque los datos almacenados no valdrían ni quemados ni menos aún mojados.

Accedió al trabajo por medio de un conocido. Un pariente que trataba los casos judiciales del Ayuntamiento, y al existir la casualidad de un puesto vacante, Pepe entró a trabajar sin ninguna medida cautelar al día siguiente mismo de la entrevista, y de esto ya han pasado varios años.

Se podría hablar de tráfico de influencias, aunque se trataba de un caso por así decirlo “humanitario”.

Él estaba bastante tiempo sin trabajo y no encontraba la forma de mantenerse por sí mismo. Aquí el salario era algo precario, pero fue una bendición. Para recompensarles puso los cinco sentidos en su nuevo empleo.

Había días que no tenía trabajo y otros en los que se le acumulaban las carpetas sin clasificar. En esos momentos era todo un reto para él. Se esmeraba y atendía con prontitud cada una de las entradas.

Las salidas no existían, por eso pensaba que manejaba una información muerta, como los guijarros de un río seco.

Las luces se apagaban a las siete de la tarde, cerraba las dos puertas de cristal y subía las escaleras que le conducían al exterior. Era pronto todavía, podía hacer algunas compras que irían en función del apetito del momento. Entró en un supermercado y los expositores se le figuraban cajas polvorientas. Luego fue a los congelados y compró una pizza para hacerla al horno.

Las primeras horas de la mañana eran relajantes. Él podía tomar su tiempo para levantarse, ya que tenía que presentarse a las diez. A su llegada pasaba por la máquina de café (9,50h) Siempre había alguien esperando turno, y luego de tomar el brebaje, bajaba las escaleras, como si se dirigiera hacia un húmedo sótano (10:00) Allí abría las dos puertas de cristal y se sentaba en la mesa, junto a la máquina de escribir (10:05).

Normalmente no tenía contacto con gente del exterior, por eso llevaba en el bolsillo su libro de aventuras que le expandía la mente.

Dicen que allí mismo, en la Edad Media, se encarcelaban a los locos y a los mendigos. El espacio real que existía en aquél entonces era el mismo que ahora, sólo que éste es una construcción casi totalmente nueva y levantada con los últimos avances de la técnica, excepto, como se ha comentado, la fachada sur que se respetó. Resulta un elemento altamente decorativo, que se interconecta con el edificio del Ayuntamiento.

Aquí, en estos muros, se ataban a cientos de hombres que convivían hacinados. Lo podía comprobar acercándose al fondo de la nave por el interior, todavía están las argollas que los mantenían inmovilizados. La muerte se abría paso entre esos hierros retorcidos, nacidos de la misma forja a golpe de martillo.

Procuraba no acercarse mucho por aquella zona y si lo hacía contenía la respiración. Era un método de defensa que a Pepe le parecía efectivo.

En su puesto era recatado y humilde, mas sin saberlo, sus espaldas guardaban infinidad de trabajos de arquitectura que representaban la trama urbana de la ciudad. Era como tener concentrado todo ese peso en baldas que apoyaban en pies derechos (su mimado almacén) una estructura firme que superaba perfectamente el paso del tiempo y los cuidados de su archivador.

Cuando se presentó al Jurista, éste le vio el aspecto de un joven silencioso y servicial, y lo imaginó con el guardapolvo de trabajo ceñido a su pequeño cuerpo. Intercambiaron pocas palabras. Las mínimas de una presentación y la poca explicación que tenía el puesto vacante. A partir de ahí recogió las llaves que representaban su nueva vida y nunca más lo volvió a ver.

El archivista lo agradecía, pero no conocía el alcance de su trabajo. A principio de cada mes recibía un ingreso de la Administración en el banco, y en esos momentos, sólo en esos, llegaba a pensar que su empresa, la de archivador, era importante. Entonces se erguía como los príncipes, para ir cayendo, poco a poco, conforme avanzaba el mes, al notar que las horas en su escritorio se resolvían en completa soledad. Una soledad que atacaba con el arma de la rutina, y que le hacía retornar a la vida.

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