Acababa de cerrar la puerta sin una razón. Él presumía de coherencia y yo le creí. Con sólo 19 años me había casado y con 20 había sido madre. Nuestra hija tenía dos años y su padre se marchaba para siempre.

El abismo se abrió bajo mis pies. Nunca había trabajado más que vendiendo perfumes y máscaras de pestañas con un catálogo de Avon en las manos, un entretenimiento para sacarme algunas pesetas y no pedir dinero en casa. Pero ahora tenía una hipoteca, unos gastos domésticos, y una criatura que me miraba con cara de asombro al verme llorar de forma compulsiva.

Todo era gris. No tenía respuestas, porque no era capaz ni de formular preguntas.

Y en medio de aquel torbellino, recordé a una compañera de universidad a la que veía con una caja grande instalada en el portaequipajes de su Vespino. La llamé y me facilitó la dirección de la empresa de mensajeros.

Desde al día siguiente sería ‘la 226’. Me entregaron un mono negro, una caja blanca y un talonario de servicios.

Éramos pocas mujeres. Subirse en una moto a las siete de la mañana y terminar a las nueve de la noche, hiciera sol, lloviera o tronara, sólo era posible si empujaba la necesidad o la fortaleza física.

Las aventuras de una mensajera en Madrid podría ser un buen título para una novela de humor, de terror o de suspense, a partes iguales.

Cuando te montabas en la moto cada amanecer, nunca sabías lo que el día te iba a regalar -caras de sorpresa, piropos de otros conductores, transporte de objetos de lo más inverosímil-, ni si llegarías vivo al final de la jornada: si alguien quiere conseguir el súper poder de la invisibilidad, lo que tiene que hacer es subirse en una moto y circular por las calles de Madrid. Todos actuarán como si no existiera.

Pero la mayor humillación, curiosamente, llegó de otra mujer. La responsable del servicio de paquetería de una importante auditora, una tarde del mes de agosto, mientras me quitaba el casco y las gafas para recibir los encargos, me miró a la cara, cubierta por el humo de los coches, pegado al sudor provocado por los casi cuarenta grados a las cinco de la tarde… y me lanzó su frase con acento porteño. A día de hoy aún no entiendo qué razón la llevó a clavarme el rejón.

– ¡A mí me daría vergüenza, siendo una mujer, presentarme con esa cara a realizar un servicio!

Mi respuesta, cargada de tristeza y de miedo porque me retirara el encargo…

– ¡Y a mi también me da vergüenza! Pero he salido de mi casa de madrugada y no he parado de trabajar, ni para comer. Si me deja pasar a un baño, podré lavarme la cara, pero como sus envíos son urgentes y tengo que estar en Cibeles antes de las seis… no me da tiempo.

No hubo más conversación. Me miró con cara de asco, y se metió para el fondo de su oficina, dejando sobre el mostrador los sobres con las direcciones mientras yo las copiaba en al albarán que alguien me selló antes de salir para empezar con las entregas.

Cuando bajaba en el ascensor, miré mi cara y tenía la forma de las gafas tatuada… si hubiera sido en un hotel en Baqueira, podría haber parecido una esquiadora. Pero no. El hollín no es comparable con el moreno saludable de las pistas de esquí.

Unos meses más tarde, otra mujer, la secretaria del Diector General de una gran compañía de aires acondicionados, me daría la mayor sorpresa de mis dos años como mensajera.

En la Calle de Almagro, en un edificio señorial, a las doce y media de la mañana subí a la oficina para recibir las tareas. Se trataba de un cliente ‘abonado’, de los que cada día tienen servicios fijos con un determinado mensajero. Se fiaban de él como si fuera un empleado más.

Aquel día ‘el’fijo’ se había puesto enfermo, y me mandaron a mi -ya me había ganado la reputación de seria y rápida-. Era una buena oportunidad de que la empresa me conociera y empezara a solicitarme. Sus entregas eran de las mejores, porque todas estaban en un radio muy pequeño, y eso era muy rentable. Nos pagaban por cada dirección. No era lo mismo que entre una entrega y otra hubiera 200 metros, que recoger en un punto de la calle Serrano y entregar en Vallecas.

Aparqué la moto y algo raro sonó cuando la puse sobre el caballete. Pero como había prisa… ¡siempre había prisa! subí corriendo las escaleras y me presenté ante aquella secretaria rubia de ojos violetas y uñas impecables.

– Estos son dos sobres para certificar en Cibeles, este otro sobre lo llevas al notario de siempre, y además necesito que antes de la una y media traigas este juego de llaves duplicado, porque se lo tengo que entregar al Director General antes de que se marche de viaje…

Recogí todos los encargos y cuando los deposité en la caja blanca… intenté arrancar, pero fue imposible. El pasador del amortiguador trasero se había partido. Me quité los guantes y estuve algo mas de diez minutos intentando buscarle una solución. Pero no la tenía.

Subí con las manos tiznadas, la cara tiznada y todo el miedo acumulado en la mirada.

-Tenga… se me ha roto la moto y no puedo hacer el servicio. Tiene que llamar de nuevo para que le manden a otro mensajero. Si quiere voy corriendo a hacerle las llaves por aquí para que las tenga en media hora…

Ella me miró, y me dijo:

-¿Llevas ropa debajo de ese mono negro?

Sin entender nada, respondí:

-¡Claro!

-¡Pues quítatelo, lávate esas manos y esa cara… que nos vamos a comer! ¡Las llaves son de mi casa, y mi jefe está en Bruselas…

Hoy aquella mujer de ojos violeta y uñas perfectas es mi mejor amiga.

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