Mi madre siempre ha sido una mujer trabajadora y servicial. Tuvo que sacrificar cualquier sueño universitario para poder apoyar a la familia. Así que cuando yo era una adolescente, ella ya tenía tanta experiencia como nuestro viejo y gruñon tío ya retirado, y ella no tocaba ni los 50.

Muchas veces cambió de lugar o sede de trabajo (al fin y al cabo, era una universidad). Así que después de mucho recorrer, encontró un sitio confortable en la Facultad de Música, y ya que iba bien recomendada, la aceptaron con los brazos abiertos. Ya muchas veces había tratado con jóvenes estudiantes, pero los músicos eran un asunto nuevo, y pronto se daría cuenta, de que estos eran todos unos personajes.

Una mañana mientras atendía papeleos y demás detalles, un alumno llegó corriendo balbuceando algo sobre un joven desmayado. Las demás «muchachas» en la oficina se miraron evidenciando que no iban a levantar sus traseros de sus cómodas sillas. Así que, tal y como ocurría la mayoría del tiempo, mi madre fue a ver lo que ocurría, acompañada por el consejero de los alumnos.

Al llegar al cubículo donde tenía lugar el incidente se encontraron con un muchacho sentado aún en su silla y convulsionando mientras otro lo sujetaba del pecho y conjuraba palabras en lenguas extrañas.

– ¿Se puede saber que están haciendo? – preguntó mi madre sorprendida al ver aquella escena – ¿En qué idioma se supone que habla?

– En arameo… – dijo el consejero, y luego agregó – pero lo está pronunciando mal. – y diciendo esto se cruzó de brazos a contemplar la escena.

Fueron unos largos segundos de estupefacción los que precedieron a la acción. Ahí no habia otra opción que conservar la calma y poner orden tanto para el «poseído» como para los que lo rodeaban, que eran unas 3 personas. Así, mi madre les ordenó que lo recostaran en el suelo, ella se quitó su suéter y lo usaron de almohada, le pusieron un lápiz en la boca para que no se ahogara con su lengua y lo sujetaron hasta que se calmara. Cabe resaltar, que ella era la única que sabía que este desmayo no podía corresponder a una especie de posesión satánica sino a alguna enfermedad o similar. Así que controlando la situación, pudieron llamar a alguien cercano que pudiera brindar servicios médicos.

Cuando la situación se controló pudieron averiguar que el chico había «olvidado» por casi una semana, tomar sus pastillas contra la epilepsia. Por que «Se sentía mejor».

Esta fue una historia real, aún me soprende escucharla, y lo que más me sorprende es que mi madre no haya perdido su cabello o su cordura al ver aquella escena. Yo ya tendría un tic en el ojo…

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