La salvadora de corazones

La salvadora de corazones

Marta Márquez

09/05/2017

Su profesión no la hacía mejor persona. El problema es que ella pensaba que sí. Los médicos-dioses tienen un ego que no les cabe en el cuerpo y siempre miran a la gente como mortales piojosos que no tienen ni idea de nada solo porque no saben lo que es el citoplasma.

Ella llegaba cada día al hospital subida en sus imposibles tacones y detrás de sus glamurosas gafas de sol y miraba a las recepcionistas como si Dior y ella fuesen amigos íntimos. Cruzaba el hall con paso firme y elegante como si se tratase de la mismísima Linda Evangelista. No había nada en ella que el personal del hospital y sus colegas de profesión viesen como algo humano; nunca se equivocaba y siempre tomaba las decisiones correctas en quirófano; como aquel día que en contra de las recomendaciones del Dr. Vela esperó 5 minutos más para cerrar el pequeño tórax latente de una niña al trasplantarle un corazón. Fue una osadía pero le salvó la vida.

Por desgracia para ella, no era capaz de acertar en sus decisiones en todos los campos de su vida. De hecho, solo daba en la diana en su trabajo. El resto estaba tan patas arriba que difícilmente encontraba cada mañana sus zapatos. Teniendo en cuenta que su apartamento tenía más de doscientos metros cuadrados y estaba pulcramente ordenado por el personal de servicio resulta difícil creer que no supiese dónde estaba nada.

«Cuando a alguien ya no le importa nada ni nadie se convierte en un ser inerte y la vida le pasa por al lado sin que se de cuenta», narraba Doña Eloísa, encargada de la farmacia del hospital desde hacía casi cuarenta años, esta peculiar historia a quien preguntaba por tan fría mujer.

Doña Eloísa conocía a Amelia perfectamente desde que era una niña de rodillas costrosas y trenza despeluchada. La recordaba corriendo por los pasillos del hospital como si fuese el jardín de su casa hasta llegar al despacho de su padre. “A veces, cuando su padre no le hacía caso, que era muy frecuentemente, se paseaba por las habitaciones de los pacientes infantiles para hacerles de payaso y endulzar su internamiento. Todos recibían un trocito de su atención pero su favorita, sin duda, era Inés. Llevaba tanto tiempo en el hospital que dudo que recordase el olor de una flor, sin embargo, su habitación estaba llena de corazones dibujados y recortados por Amelia porque pensaba que de esta forma hallarían la forma de curar su extraño síndrome. Un día como otro, Amelia entró en la habitación de Inés, no tendría más de seis o siete años, y le dijo que la amaba, que le regalaba su corazón y así, teniendo un corazón nuevo podría salir del hospital y vivir con ella para siempre. Veinticinco años después yo misma asistí a la declaración de amor más profunda que jamás vi ni escuché. Todos los corazones que un día adornaron una fría habitación de hospital ahora colgaban de cientos de ramas de cada uno de los árboles que teníamos alrededor. Juro sobre mi corazón, que es también el tuyo, que voy a amarte cada día de mi vida. Dedicaré toda mi existencia a hacerte sonreír, hasta el fin de los tiempos- le dijo. Recuerdo sus palabras cada vez que la veo detrás de esas gafas.

No había nadie en el Hospital General que no conociese el evento del siglo. La renombrada cardióloga Amelia Villanueva se casaba con su amor de la infancia, Inés de la Torre. Todos los periódicos y revistas de sociedad se hacían eco de tan romántico evento pues, si la doctora era doctora era gracias a la cardiopatía de aquella niña de la sala de corazones y a su promesa de cuidar de ella por toda la eternidad.

Abrió la puerta del que fuera el despacho de su padre, ahora el suyo propio, con su vieja bola roja de espuma puesta en la nariz pues venía de hacer la ronda por la planta infantil donde su espectáculo del Payaso Corazón curaba más que todos los bypass que había realizado en su carrera. Dio un repaso al cuarto y escondido encontró el viejo sillón de su padre donde le gustaba sentarse a recortar papelitos entre informe e informe. Estaba tan repleto de cajas y bolsas con lazos de seda, de rafia, de raso, de terciopelo que era prácticamente imposible caminar sin saltar. Había un paquete tan inmenso que intuía que contendría un frigorífico y otros tan pequeños que podrían guardar unos pendientes de diamantes. Sea como fuera, todos sus compañeros de profesión entraban incesantemente para agasajarla en el que debería ser el día más feliz de su vida.

Recuerdo que olía a vainilla y canela. Era un postre árabe, creo-continuaba el relato. Su padre sostenía una copa de champán en alto y decía algo sobre los sueños cumplidos, no lo puedo recordar con exactitud pero estaba siendo un discurso precioso. Alababa la belleza del alma de su hija y de la que consideraba algo más que una nuera. Nunca vi un solo corazón latiendo en dos cuerpos a la vez-dijo Don Carlos. Todos los invitados reclamaban a las novias unas palabras con lo que entrelazaron sus manos y se alzaron regalándoles un increíble beso seguido de un discurso que me consta había tardado días en terminar.

Bailamos sin cesar dejando los suelos de mármol llenos de papelillos de colores hasta que…

¡Pobre niña! Aún seguía con el vestido de novia puesto cuando la mano de Inés se acercó al borde de su palabra de honor repleto de encaje de Chantilly indicando que algo dentro de ella no estaba como es debido. Cayó al suelo a cámara lenta y un remolino de invitados se formó a su alrededor. Estaba medio hospital invitado; nunca nadie tuvo más médicos a su alcance y sin embargo ningún médico se sintió jamás tan inútil como aquel día, pues nadie pudo ponerla en pie de nuevo.

Alguien le susurró: Despierta, tienes que irte.

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