Había pasado todo el día detrás de mí, persiguiéndome entre el bullicio de los pasillos de la universidad, contándome todos sus dramas tontos mientras yo acariciaba su pelo cobrizo ensimismada. Me había dado abrazos que sabían a gloria, me había soltado caricias que mitigaban las últimas horas de clase y me había mirado con sus ojitos azules como si yo fuera su única salvación.

A veces está bien sentirse útil en la vida de alguien.

Le ofrecí llevarla hasta casa al salir, fingiendo que me sobraba el tiempo, porque quería escuchar un rato mas su voz acelerada y oler el perfume embriagador de su camiseta. Alternaba miradas entre la carretera y la ventana, sin interrumpir su perorata, tirada en el asiento del copiloto de mi coche. Yo la miraba en cada semáforo y hacia algún comentario sin demasiado sentido.

En realidad ella solo quería que alguien la escuchara.

– A los tíos les gustan locas, mírame a mí, es la única razón por la que les intereso.
– Ya, tu das mucho morbo…

Me mira despacio y se que esta intentando descifrar mi expresión. Sonrío. Paro el coche y pongo el freno de mano. Ya hemos llegado a su casa y no se me ocurre ninguna excusa para estar mas tiempo con ella.

Nuestros labios se convierten en imanes durante los dos segundos que dura el beso de despedida. Como si llevasen toda una vida buscándose.

Sabe a melocotón.

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