Debe ser mediodía, la única franja horaria en la que los rayos de sol apuntan directo a la ventanilla de la cabina.

Acabo de darle el cupón a Felipe y, al sacar las manos y mantenerlas unos segundos fuera, las últimas falanges de mis dedos se han calentado un poco. En cualquier estación del año, la sombra de la muralla hace que en el interior de la cabina la temperatura no sea nada agradable. Si quiero entrar en calor, me coloco uno de los auriculares del ipod y, al oír la música, muevo la cabeza de un lado a otro y hago temblar los hombros como un flan. Si me emociono, me levanto de la silla y arqueo la pelvis con los brazos en posición de me rindo. El paso del tiempo se dispara, y si se hace lento, al menos transcurre más cálidamente. A pesar de todo, es mejor vender en la cabina que andar de aquí para allá vociferando los números de las terminaciones de los cupones.

Reconozco a mis clientes habituales en la distancia. Felipe parece haberse caído dentro del frasco de Brummel. Esto es como un imán para el amor, comenta cansino. Antonio arrastra su pie izquierdo. El único del barrio carcomido por la polio, me contó. Dolores hace ruido con las bolsas de plástico. Cargada con los trastos desde el último sitio en el que haya dormido. Me saludan con mi nombre. Dame uno en cinco. Dame el que lleve premio. Dame el de los millones. Si en el último que compraron no les ha caído nada, refunfuñan con cariño. Cenizo. Puta suerte. Caso en Soria. La madre que lo parió. Antes de irse me cuentan qué harán cuando la fortuna les venga de cara: un viaje al fin del mundo, una casona cerca de un acantilado, un coche rojo de doscientos caballos. Me gusta creer que sus sueños son inagotables y que eso es lo que vendo. El deseo de Marina es convertirse en errante poeta.

Marina se encarga de traerme un café con leche, unos biscotes untados con sobrasada y unas rosquillas. Es hija del propietario de un bar donde aprieta el sol desde que amanece hasta que la muralla lo deja en penumbra, frente a mi punto de venta. Bar Solana, vinos, desayunos y tapas. Marina abandonó los estudios cuando se lo pidió su padre, para que me ayudes con la faena, le dijo. Ella no se lo pensó, lo que tenga que aprender lo haré como me apetezca, afirmó.

A eso de las diez, Marina cruza la calle y silba alguna canción que me avisa de que se acerca. Deja el vaso sobre la repisa metálica de la ventanilla y espera a que lo agarre con ambas manos. Entonces, aprovecha para rodear mis manos con las suyas. Las tiene frías, los dedos regordetes, y noto cómo entran en calor. Calla por unos instantes en los que agacho la cabeza. Acerca la cara y me cuenta cómo le va el día. Cuando acaba, sopla, como pasar deshacer un encantamiento, sobre el amasijo de dedos y los va separando poco a poco. Y vuelve a hablar. Son sus versos. Al poco, regresa al bar silbando la misma canción que traía. Desayuno cuando dejo de oírla.

Si hago por imaginarla, me sale una Marina distinta en cada ocasión. Salvo los ojos que siempre son del color y la forma de las almendras. Y los dedos de sus manos que siempre son regordetes.

Dos desayunos valen un cupón. Así saldo mi cuenta.

Plumas de agua

que hilvanan el cielo,

la nieve cae.

Esto lo recitó ayer. Después me pidió que le pagara con un cupón acabado en veintitrés. Su edad. Por un momento dudé. Faltaba otro desayuno para contraer la deuda acordada. Sin darle más vueltas, arranqué el cupón del pliego. Al entregárselo, me atrapó entre sus manos y las mantuvo así, como un cepo, durante unos instantes. Sopló sobre ellas:

Aunque el viento

sople fresco, pueden más

mis ganas de sol.

Esperé. Saqué una mano a la intemperie. Se llenó de copos de nieve.

La calle está tranquila. Felipe me cuenta que está todo blanquísimo. Vaya helada que ha caído esta noche. Me cuenta que hace un frío de cojones. Menuda suerte la de los del Solana. Le respondo que solo puedo confirmarle lo del frío. Y que en toda la mañana no he oído el escandaloso calentador de leche de la cafetera. Enhorabuena por el premio de anoche, pena que solo vendieras ese cupón. Te habrán dejado propina, ¿no? Eso es secreto profesional, le digo.

He olvidado el ipod en casa. Tendré que buscar otra forma de atemperarme. Hoy, que siento más frío que nunca. El mediodía ha pasado. No es buen momento para pensar en cómo se reparte la suerte. Sigo sin desayunar.

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