Susana esperaba impaciente el final de la jornada. El reloj parecía no avanzar, la mañana se le estaba haciendo muy larga. Suerte que la siguiente era ya la última sesión. Las dos anteriores habían sido complicadas y, sin apenas descanso entre una y otra, estaba agotada. Sentía náuseas y los oídos le zumbaban como un nido de abejas. Llevaba dos meses en el trabajo y el olor penetrante de la sala y los gases que despedían los cuerpos que pasaban por sus manos la alteraban cada día más, pero lo necesitaba, no se puede vivir del aire.
Se frotó los brazos para entrar en calor antes de apartar, con un golpe seco, las dos camillas colocadas en la puerta de la sala de descanso. Fue un acto mecánico, no quería saber con antelación quien esperaba bajo las sábanas blancas o se le agriaría la infusión que iba a tomar para asentar el estómago mientras preparaban el siguiente cadáver.
−En cinco minutos – comentó su compañero, con una mano afectuosa en la espalda− estará listo y luego puedes pasar tú.
El respiro le sentó bien. Con el último sorbo comenzó a revolver en su maletín para comprobar que no le faltaba de nada: maquillaje, polvos fijadores, barra de ojos y de labios… y el peine, porque para que presenten un aspecto natural, los muertos necesitan un buen peinado antes de convertirse en polvo para siempre. Así la familia puede despedirse en las mejores condiciones.
Tenía que continuar. Respiró hondo y retiró la sabana de la camilla. Era un hombre joven, poco más de veinte años, barbilampiño y muy rubio. Su rostro era tranquilo y salvo por la herida de bala en la frente, parecía un niño dormido. Casi un ángel. A Susana le gustaba interrogar con la vista los cadáveres, no con morbo, sino para comprender la personalidad y circunstancias de la muerte de cada uno. De lo que veía dedujo que aquel muchacho se habría visto envuelto en alguna reyerta de resultado fatal. ¡Era terrible perder la vida tan joven y a tiros! Tuvo un escalofrío y comenzó a temblar cuando leyó la nota con las peticiones de la familia. Querían velarle sentado y con los ojos abiertos.
−Es una creencia antigua, más bien una superstición –le dijo a la espalda su compañero− piensan que así podrá señalar a su asesino en el velatorio.
Susana le miró extrañada, nunca había oído nada igual, pero tampoco tenía que juzgar las razones de la familia. Si eso les ayudaba a sobrellevar el dolor… así se haría, aunque fuera una petición extraña, casi una súplica. Tratar de burlar cada día, la delgada línea que separa la vida de la muerte, era la consigna que se había dado a sí misma cuando se atrevió a prepararse para esta profesión tan desdeñada y que, sin embargo, aportaba gran conocimiento del ser humano y un desahogado modo de vida.
Estaba terminando, había conseguido recordar la técnica para entreabrir los párpados y casi estaban a la vista las pupilas del joven: dos piedras sin pulir que reclamaban compasión. Avivó su ritmo con los últimos afeites porque el tiempo urgía y aún había que vestirle con sus mejores ropas antes de llevarle al velatorio en una silla. Comprobó el resultado final: estaba perfecto, pero Susana no estaba satisfecha. Volvían las nauseas…
Se quitó la mascarilla y miró el reloj. Por fin había llegado la hora de volver al más acá. También ella necesitaba un retoque o ¿sería necesario un cambio más profundo?.
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