Bajo la atenta mirada de los leones, la fuerza de la costumbre me hace obviar la responsabilidad que representa mi trabajo. Ya no siento que mi tarea sea tan necesaria y que por ello mi sueldo desorbitado. Incluso desde la parte trasera de mi acondicionado vehículo, y a través de las lunas tintadas, el entorno me es ajeno y falto del atractivo suficiente como para prestarle la más mínima atención.

Recuerdo aquellos primeros días en los que el pavor me hacia temblar de pies a cabeza, mientras las hienas reían a mis espaldas y los buitres escudriñaban desde la altura mis posibles movimientos –o eso creía yo–. Ahora entiendo que las leyes de la sabana van por otros derroteros. Cada animal, grande o pequeño, tiene su propio metro cuadrado donde sentirse seguro. Todos, sin excepción, y siempre bajo el arbusto resultante de una elección anterior, gozan de una sombra, más o menos tupida, en la que retozar sin sentirse culpable por su falta de atención. Las presas, siempre predeterminadas pero diversas, nada pueden hacer frente a la ferocidad de quienes las atosigan, mientras los elefantes, bien curtidos ellos, miran por sus intereses, dejando que los cazadores aniquilen a quienes les plazca mientras dejen tranquila a su prole. Las leyes de la sabana, al igual que las de la selva, las dictan los depredadores, a excepción de los leones, que como estatuas de bronce, contemplan la escena sin hacer absolutamente nada. Para ellos todo continua igual por mucho que cambien los tiempos. Pero, para mi, que creía que las cosas podían cambiar a mejor, la desilusión dejó paso, primero al colapso de las ideas, y luego, para seguir subsistiendo, a la dejadez de quien pone en manos de otros lo que otros pusieron en sus manos. Está claro que no puedo hacer nada por limpiar la sabana del gran estiércol del rinoceronte blanco. Aunque quisiese, poco podría hacer para salvar a un cervatillo que está a punto de ser emboscado –quien dice a un cervatillo dice a toda una manada ¡Qué dios! ¡a toda una especie!–. Y es que los distintos machos Alfa, esperan que, sin ningún tipo de fisuras, su clan defienda sus intereses por encima de cualquier otra consideración. Puedo decir, que para mi todo empezó por auténtica vocación, pero, ahora, con treinta años de oficio, ya no me queda otra ilusión que la de perpetuar mi puesto hasta que llegue una jubilación que, intuyo, será próspera y llena de parabienes.

Este oficio, no exento de peligros, tiene como su más temido riesgo, el poder acabar con el mismo atuendo que las cebras durante un tiempo, poco en realidad, debido a que las arpías, aves de rapiña, las tenemos localizadas y bien domadas para que nos reconozcan a la hora de juzgar a sus presas.

Yo, que ya tengo recorrido, prefiero dejar que los cocodrilos jóvenes sean quienes disfruten de sus cacerías, mientras los viejos, como yo, sacamos el máximo partido a las horas de sol, recostados a la orilla de cualquier río por caudaloso que sea.

A mi edad no es fácil bajar de mi lujoso vehículo para patear los parajes en busca de posibles piezas abatidas por los furtivos, pero claro, he de admitir, que dos años más tarde de mi iniciación, con solo treinta y dos, mis ganas de hacerlo habían mermado lo suficiente como para hacerme construir una gran cabaña, con todo tipo de lujos, donde poder disfrutar del preciado sillón que gané a base de esfuerzo y mucho peloteo –es justo añadir esto para hacer honor a la verdad–, sin tener que pensar en el recibo de la luz. En este oficio, jerarquizado como todos, lo realmente importante es hacer fácil la vida de tu inmediato superior, aunque para ello, tengas que hacer la vista gorda ante cualquier furtivo al que este le deba favores o, en su día, algún puesto de relevancia que lo aupara al liderazgo. Luego, cuanto más sepas del furtivo y de su intima relación con tu superior, más posibilidades tienes de anclarte en el puesto. Poco importa ya la sabana ni los animales que habitan en ella –bueno, la sabana sí, que sin ella no podría vivir, sus habitantes digo–, después de todo lo visto, lo único que me incentiva son los incentivos por acudir a cualquier evento que me llene de energía, y así poder conciliar el sueño en las noches de soledad, en las que siento que mi vida dejó de tener sentido cuando di mi primer sí cuando realmente quería decir no. Pero claro, para eso están las cosas ¡Con la de gente joven que viene presionando para conseguir mi puesto! ¡Pienso estar aquí hasta que sobreviva el último león! ¡Qué ya no sabría hacer otra cosa!

Punto y seguido.

Fin.

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