SU RECUERDO EN MIS MANOS

SU RECUERDO EN MIS MANOS

Jorge Lo R

10/01/2016

Al mirar mis dedos me asaltó el recuerdo del último cumpleaños que pasamos juntos. No me acuerdo de quienes estaban en la lista de invitados ni qué recibí de regalo, pero mi mente conserva con nitidez la breve escena de nuestra despedida, cuando le pedí al abuelo que me dejase tocar otra vez las verrugas que habitaban en sus manos.

La siguiente imagen que viene a mi memoria es la de mi madre rompiendo a llorar desconsolada nada más colgar el teléfono y el abrazo a una prima suya que había venido a hacernos una visita. Creo que aquel fue el instante en el que el color blanco de mi inocencia perdió su pureza, el momento en que sentí por primera vez al Miedo susurrándome al oído: uno de mis superhéroes no era de acero.

Yo era todavía demasiado pequeño y me tomé la muerte de mi abuelo con esa naturalidad propia de los niños que tanto nos sorprende a los adultos, que pensamos en llevarlos al psicólogo para evitarles un trauma que solo existirá si nos empeñamos en contagiarles nuestra histeria; por eso, de aquel día no recuerdo nada más, excepto mi llegada a casa de mi abuela paterna, quien también había enviudado antes, para pasar esos días de luto.

Poco tiempo después de eso, mientras jugaba con el barco pirata de mi hermano, noté que algo me molestaba en la punta del dedo meñique de la mano izquierda. Miré y vi que había un pequeño bultito de textura rugosa naciendo al abrigo de la uña. Como pensé que sería un simple grano, no le di mayor importancia y seguí jugando.

No fue hasta que descubrí un segundo bulto naciendo en la palma de la otra mano que me decidí a decírselo a mi madre. Al ver ambos, ella tuvo claro el diagnóstico: me estaban saliendo verrugas como las del abuelo, seguro que contagiado por él y todo por mi empeño en tocárselas cada vez que lo veía. Dijo que no hacía falta ir al médico por eso; con frotar en ellas dos o tres veces al día una rodajita de limón, lo más probable era que desaparecieran en unas semanas.

Ese día apliqué el remedio fielmente, pero en los siguientes los olvidos fueron la norma, así que suponer que la supervivencia de esas dos verrugas y la aparición de una nueva en la yema del índice de la mano derecha fueron por culpa de la ineficacia del tratamiento sería sacar conclusiones precipitadas. A pesar de ser conocedora de mi falta de disciplina, o quizás por ello, mi madre decidió que no había que insistir con el limón y pensó que lo mejor sería recurrir a un producto más contundente: una rodajita de ajo sujeta con una tirita en cada verruga.

En este caso estoy seguro de que la cosa hubiese funcionado de haber tenido un poco de paciencia; al fin y al cabo, si el ajo era capaz de abrasar toda la piel que rodeaba a las verrugas lo más probable era que estas también acabasen sucumbiendo ante su poder. Pero el dolor, el olor y mi debilidad condujeron al fracaso este segundo experimento.

Ante estos reveses y al ver que estaba surgiendo una cuarta verruga, esta vez en el nacimiento de la uña del mismo dedo índice, mi madre llegó a la conclusión de que lo mejor sería buscar la opinión de una voz más experimentada.

Cuando mi abuela vio aquel desastre, además de repetir en varias ocasiones lo mucho que le recordaba todo aquello a su Susiño, dijo que eso lo solucionaba ella con una oración secreta que le había enseñado su madre, esa bisabuela a la que no conocí, y que era infalible en estos casos.

La verdad es que no tengo ni idea de si realmente dijo algo o solo emitió una serie de susurros sin ningún sentido, pues ella estaba sobrada de sentido del humor, pero lo cierto es que ni esa oración ni las plegarias que mi madre elevó a san Benito y a san Francisco Javier surtieron el efecto deseado, fuese porque no fueron escuchadas al perderse en el laberinto de la Burocracia Celestial o bien por la falta de fe de este hijo de Satanás, la misma que años más tarde inutilizaría el poder de las estampitas a las que encomendaron el resultado de mis exámenes académicos.

En fin, que al darse cuenta de que las verrugas ya empezaban a invadir otras partes de mi cuerpo, mamá decidió que era hora de acudir al médico.

Si le preguntáis a ella, todavía hoy dirá que fue el patrón de Europa quien hizo el trabajo, pero yo creo que ese señor de bata blanca del Hospital Universitario que me pinchó dolorosamente cada una de las verrugas antes de quemarlas con unas pinzas al rojo vivo no tenía nada de santo. Salí del quirófano hecho unos zorros y en el taxi que nos llevó de vuelta a casa me di cuenta de una cosa: me había quitado todas las verrugas excepto la primera, la que originó todo. Mi madre me dijo que ya no había nada que hacer, que si no desaparecía sola ya volveríamos otro día a consulta.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de todo: aquella verruga no tenía nada que ver con una infección vírica, sino que era mi abuelo intentando permanecer vivo en mi memoria; por eso, hablé con él y le dije que se fuera tranquilo, que lo recordaría siempre que mirase las cicatrices que habían quedado en mis manos.

Entonces lo vi. Se puso la boina y arrojó su bastón muy lejos: ya no lo necesitaba para emprender el camino hacia la Eternidad. Me miró y me hizo saber que aquella sonrisa perenne que en vida le había servido para esconder sus achaques en ese instante mostraba tan solo la felicidad de un hombre satisfecho.

La verruga desapareció, pero en mis manos quedó para siempre su recuerdo.

FIN

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