Mi padre era un enamorado de su trabajo. Empezó a trabajar como obrero en los ferrocarriles del estado español y poco a poco fue ascendiendo hasta llegar a ser jefe de estación.
A medida que iba subiendo de categoría se le asignaba un destino diferente. Así fue como mi familia vivió durante unos años como unos auténticos nómadas. Cada uno de mis hermanos y yo hemos nacido en diferentes sitios de la geografía española, siempre con una estación de referencia. Ya sea en un apeadero perdido en un secarral de Toledo, en una pequeña cabina al lado de unas barreras que se deben vigilar cuando pasa el tren, o en una estación bajo el suelo de una ciudad que hablaba un idioma diferente al suyo y donde encontramos finalmente la estabilidad.
Llegamos a Barcelona en aquellos años en que los trenes iban llenos de gente con maletas atadas con cuerdas y llenas de incertidumbre. Pero nosotros no, nosotros llegábamos, en palabras de mi padre, con un destino y una certeza, su trabajo. Estaba tan orgulloso de eso. Nunca se sintió emigrante, él era un trabajador destinado por su empresa en Cataluña. Una tierra que nunca se hizo suya pero que nos la hizo nuestra. Siempre extrañó la suya, su adorada Extremadura. Pero nosotros crecimos y nos educamos en ésta tierra, que ahora es la nuestra gracias a su sacrificio.
Lejos quedan ahora las penas pasadas para salir adelante en una época muy dura. Cuántas Nochebuenas hemos pasado sin él!. Se despedía siempre con un “hasta mañana”, sin una queja. Nunca le escuché lamentarse por un trabajo que le obligaba a trabajar cualquier día del año, por muy señalada que fuera la fecha.
Lejos quedan también los viajes a su tierra. Aún recuerdo el miedo que pasaba cuando íbamos a ver a los abuelos al pueblo y él se bajaba en todas las estaciones para saludar a empleados ferroviarios como él, a los que no conocía pero con los que compartía la pasión por aquel trabajo. Yo no podía entender cómo, cuando el tren arrancaba de nuevo, mi padre no estaba aún en el vagón donde me había dejado junto con mi madre y mi hermano. En mi cerebro de seis años no cabía pensar que podía subir en otro vagón y de pronto aparecer en el nuestro. Para mí era magia, mi padre era mágico, pensaba entonces.
Y también quedan lejos las discusiones cuando le explicaba que cogía “los catalanes” para ir a la Universidad. Porqué me iba mejor y eran más puntales, y porqué los enlaces con el metro o los autobuses era impecable. Él no podía entender que yo estaba descubriendo una nueva vida también subterránea, como su trabajo, era mi nuevo mundo. Las conversaciones con los amigos, las reuniones clandestinas, los transbordos de una estación a otra por aquellos inmensos pasillos a veces tan oscuros. La sensación de libertad de dominar la ciudad bajo tierra, y también porqué no, el miedo que tanto me costó superar. Cuando las puertas del vagón se cerraban y el convoy se dirigía hacia aquel agujero negro que se lo tragaba ya no había vuelta atrás. Y volvía aquel desasosiego de la pérdida de mi padre que me dejaba sola en aquel vagón de tren perdido en una estación quien sabe dónde.
Descubrir una vida que ya no iba ligada a la suya, perder el miedo a la soledad del vagón, eso era mi independencia. Yo ya había llegado a mi estación de destino y el tren que me llevaba me era completamente igual.
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