—Fui-fuíu, fui-fuíiiiiiiuuuuuuu.

—¡Sinvergüenza! —murmuró Lilia abotonándose la bata de siempre—. Despunta el sol y ya anda dando lata —se dijo calzándose los tacones.

Jamás salía de la habitación en pantuflas. Aunque pasara el día en casa, siempre llevaba zapatos de salir. El chás chás de las pantuflas le recordaba cómo fue apagándose el paso de Manolo, hasta que ya no estaba.  Él compartía su gusto por los zapatos de salir, pero entre los juanetes y la edad terminó en zapatillas.  Y las zapatillas lo terminaron, o por lo menos eso era lo que ella decía.

Se puso el reloj para acordarse de que hoy sí lo llevaba a arreglar. Se miró en el espejo para constatar que no tenía que peinarse.  En el salón le ponían laca como para la semana.  Se pasó la mota de polvo por la cara y se puso un toque de pintalabios. 

En la terraza, la cotorra empezaba a desesperar.

—Fui-fuíu, fui-fuíiiiiuuu.  Galleta, galleeetaaa —chillaba el ave en la jaula, avisando que tenía hambre o que estaba harta de soledad.

Lilia ya sabía lo que sucedería si no se apuraba. Agarró los aretes, se los metió al bolsillo, se untó crema en las manos y se dirigió a la terraza frotándoselas. La edad no era razón para dejar de presumir. Se repasó el exceso de crema por los codos  para calmar las arrugas que le revestían los brazos.

Pese a la premura, no logró interceptar al pájaro: rompió a declamar uno de los versos que Manolo le había enseñado.

—Cuando salí de Collores…

Era del poema de Lloréns Torres, y ella sabía lo que eso quería decir. ¿Cuándo se había visto que se le enseñara poesía a una cotorra?  Obscenidades, sí. Frases sin sentido, por supuesto. Sin embargo Manolo –contador de profesión pero filósofo de nacimiento–  siguió otro camino.

—…fue en mi jaca ba… ba…

Por motivos que nadie se explicaba, al pájaro a veces se le atragantaban los adjetivos.

—Ba… ¡ja, ja, ja!

El tipo de jaca invariablemente se le atoraba en carcajadas, y ello degeneraba en un revoloteo que finalizaba sólo cuando había logrado lanzar todo su alimento y trizar todo el papel periódico en la pajarera.

Y esa fue la escena de frenesí que Lilia no logró atajar, nuevamente.  Cuando la jaula dejó de mecerse, se acercó, pisando cáscaras y semillas de girasol que crujían bajo los tacones. Quitó el mantelito con el que la recubría por la noche. Ahí estaba la cotorra, en su columpio, mirando para lejos, con cara de «yo no fui». 

Lilia barrió el montón de semillas y periódico. Le puso agua y alimento al pájaro y fue a colar café.  Se desayunó lo de siempre pero se distrajo pensando en los colores que utilizaría en el cuadro que iba a pintar. Se le enfrió el café. Le supo a lengua de muerto, como solía decir Manolo. 

—Maselo, Maselo—llamó la cotorra.

Ello la devolvió a los asuntos del día.  Se dirigió a la terraza y dispuso el caballete.  Aunque Lilia siempre había velado por el bienestar del pájaro, éste nunca había aprendido a decir su nombre. A veces le dolía. Otras, concedía que la repetición de sílabas era trabalenguas para un animal con pico.

—¿Ma-se-lo?

Marcelo, el nieto, le hacía compañía a Manolo cuando a éste ya no le alcanzaba la energía, ni la vista, para ir a la oficina o jugar dominó pero todavía desbordaba lucidez para horas de lectura y conversación.  En las tardes, al regresar del colegio, Marcelo se sentaba bajo el árbol de mandarinas en el jardín a leerle a su abuelo y a conversar sobre béisbol y la vida. Lilia prefería pasar las tardes bajo el ventilador en la terraza, entre la telenovela y la lectura de los librillos que llegaban por correo cortesía de los Salesianos.

Pero de eso hacía años. El chico se había ido a estudiar en el extranjero.

–¿Tienes real, cotorrita de Portugal? —le canturreó Lilia al ave acariciándole la cabecita, donde único le quedaban plumas.

Podía haberse enojado con el animal por los zafarranchos que hacía. Y, especialmente, porque cuando murió Manolo se dedicó a arrancarse las plumas sistemáticamente hasta quedar en cueros.  Pero no:  la vida le había enseñado a Lilia que las cosas no son necesariamente como uno las ve, las quiere o las precisa.  Además, sin plumas ya no había que cortarle el vuelo.  Con aspecto de pollo en carnicería la cotorra se había instalado permanentemente. No se iría. Como ella. A veces pensaba que si la mañana en que se casó y se montó en el buque rumbo a Puerto Rico hubiera sabido que nunca volvería a vivir en Cuba, jamás se habría casado. O quizá sí. Ya no lo sabía.

Sacó cartulina y el estuche de pastillas de acuarela. Había dejado el óleo porque, según ella, entre el calor y la humedad del trópico la pintura nunca se secaba adecuadamente.  En realidad era porque el aceite de linaza le olía a los viajes, a España, a Filipinas, a Nueva York, con Manolo, cuando los aviones conectaron la isla con el mundo. Se había dedicado entonces a captar los paisajes con pincel porque le parecía que las fotos sólo servían para olvidar. 

El estuche se le resbaló de las manos y dio contra el suelo. Las pastillas volaron y se hicieron añicos. ¡El colmo! —se reprochó.  Buscando la escoba sintió que molía trozos de colores con los tacones. Lo que me hacía falta —murmuró con enojo—, polvo por todas partes.

—Polvo —repitió la cotorra—, polvo seré, polvo seré, mas polvo…

Lilia se detuvo. Ése se lo sabía como el Padrenuestro. El de Quevedo. El que Manolo le susurró en el buque, el día de la boda, cuando a ella se le corrieron los colores de la bahía de Santiago en la distancia. Sólo por un tiempo, volveremos, dijo él. 

Lilia agarró la escoba y comenzó a barrer. Se le enfrió el enojo. En la polvareda de acuarelas el recuerdo le supo a caricia.

Fin

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