Hace unos años recuperé la vieja caja de música de mi abuela. Mi hermana mayor se casó, se marchó de casa, y parece que en su idea de una decoración minimalista no tenían cabida los recuerdos.
Fue un regalo de mi abuelo Ángel a mi abuela María cuando ellos apenas se conocían. Un día, al poco tiempo de finalizar la guerra civil en España, llamó al timbre de la casa en la que vivía y trabajaba mi abuela en la calle Huertas de Madrid, vestido con su mono azul, y se la entregó a rebosar de caramelos. Desde entonces mi abuela no se había separado de ella, hasta que nos dejó, y con su marcha heredamos este pequeño baúl, donde ahora yo guardo mis secretos.
De niña, en casa de mi abuela, me dormía acunándome en su melodía, Para Elisa, una bagatela para piano compuesta por Bethoven. Ahora me acompaña cuando necesito recordar. Cuando mi mente olvida detalles contados en el pasado y viaja hasta allí en su búsqueda. A veces, a través de la vibración de sus notas puedo percibir el aroma a lavanda de la habitación de mi abuela o acariciar en mi piel los polvos irisados de una polvorera rosa que ella siempre guardaba en su armario, y que mis hermanas y yo usábamos para maquillarnos al estilo años 20. Con su música, tomo las pecosas y arrugadas manos de mi abuela, las coloco sobre mi mejilla y la escucho hablar. Mi abuela María casi siempre contaba las mismas historias. Historias sobre un Madrid en guerra, sobre el hambre de la postguerra, sobre cadenetas, rosquillas, pestiños y aguardiente en la Verbena de la Paloma, pero sobre todo hablaba de mi abuelo, de cómo se conocieron, de cómo él la encontró, y de cómo se enamoraron.
Vivían en un Madrid en guerra. Cercado y enjaulado. Aún así, como todos los días, a pesar de que sus vecinos pasaran hambre y los niños vistieran descalzos, en casa de los marqueses donde trabajaba mi abuela, no podía faltar la leche recién ordeñada. Así que, aquel día, como de costumbre, se cubrió con una rebeca el traje de faena, se calzó sus viejos zapatos, se atusó el pelo y salió a la calle con dos grandes cántaros rumbo hacia una vaquería que se encontraba cerca de la Puerta del Sol. De camino le gustaba traspasar con la imaginación los barrotes de esa jaula y cruzarse en pleno vuelo con caballeros alados que la rescataban de esa vida de servidumbre, vida que se había convertido en su única vida desde que cumplió los doce años. Despertaba a la realidad contemplando sus manos. Con dieciocho años lucían marchitas, sin vida, apagadas, al igual que su mirada. Y el dolor de una guerra en ciernes había empeorado el conjunto. En él ya apenas quedaba hueco para esos sueños. Sus hermanos estaban en el frente, luchando por la libertad, y ella se sentía en la obligación de depositar sus esperanzas en ellos, y colaborar en lo que pudiera desde la no menos temible retaguardia. Sus ilusiones de adolescente tenían que quedar en último lugar. Fue entonces, cuando de entre un grupo de milicianos que aguardaban su turno de salida hacia la primera línea de fuego, mi abuelo gritó para llamar su atención: – ¿No saludas compañera? – Era joven. Moreno. De ojos grises, y en palabras de mi abuela, con una vitalidad que parecía contagiar a quien le rodeaba. En cuestión de segundos le tuvo frente a ella. La preguntó su nombre y ella contaba que no le respondió. – Un caballero no se presenta así ante una señorita. – Parece que la estoy oyendo. Pero supongo que mi abuelo sólo quería aprovechar el tiempo, exprimirlo, sin importarle las normas del decoro. Era un niño cargado con un fusil rumbo hacia la muerte.
Pasaron los meses, y una tarde, al regresar a casa de los marqueses, tras dar un paseo con su hermana Sofía, una de sus compañeras le entregó carta: – Es del frente, María. – Le dijo. – Sin remite -. Abrió la correspondencia al tiempo que suplicaba que no fueran malas noticias:
«Estimada Señorita:
No sé cuándo recibirá estas palabras, o si algún día llegará a leerla. No pude evitar retener en mi memoria la dirección de su domicilio. Colgaba de uno de los cantaros con los que cargaba, así que até cabos y pensé que perdonaría mi atrevimiento. Sólo quiero decirle que no puedo dejar de pensar en su pelo, sus ojos, sus manos, su sonrisa. En su perfume a caramelos de violetas. Hay demasiado horror a mi alrededor, compañera, y su recuerdo hace que este horror desaparezca. ¿Me permitirá visitarla cuando vuelva a Madrid?
Se despide de usted, un compañero que no la olvida.»
Naturalmente mi abuelo se presentó. Si hay algo que caracterizaba a mi abuelo era la osadía, hay quien puede describirlo así, como osadía, pero para mi abuela se traducía en valentía y determinación. Como ya os he contado ese día le regaló la caja de música. Mi abuela nunca se separó de ella hasta que la vida decidió que era demasiado tiempo sin estar junto a mi abuelo, y se la llevó hacia ese lugar sin nombre donde habitan los buenos.
Me gusta pensar que al esfumarse sus cuerpos parte de la esencia de su amor quedó cautiva en esa caja y que al abrirla se esparce con sus notas para acariciar con ellas a cada uno de sus descendientes. Para llenarnos de amor. Para que no olvidemos su historia.
FIN
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