Sevilla, 1966. La existencia se antoja de un gris insalvable, cuando adquieres la capacidad de comprobar a qué distancia te encuentras de cualquier cosa que pueda parecerse a una comodidad. Cuando eres consciente de donde se encuentran tus padres, aun llevando una vida de trabajo, esfuerzo y privaciones. Entonces es cuando pierdes la inocencia. Cuando dejas de ser un niño, para pasar a convertirte en un luchador más.
Cuatro hijos pequeños y una minúscula habitación de alquiler, donde una sola bombilla era la única prueba de que en el mundo existía la luz eléctrica. No había dinero para un televisor, pero tampoco había sitio donde colocarlo.
Así era nuestra vida, en la Sevilla oculta a los folletos publicitarios y a los ojos de los turistas. Era más amable la del “señorito” con cortijo, la de la Feria de Abril o la de la Semana Santa. Pero también nosotros sufríamos a diario nuestro propio Vía Crucis.
Había otros mundos que habitar, fuera del corral de vecinos. Pero esos mundos se encontraban a una distancia tal, que siempre pensé que no llegaría a salvarla aunque viviese tantas vidas como las de los cientos de gatos que cada noche nos interrumpían el sueño con sus peleas. Tal vez ni siquiera ellos estaban satisfechos con merodear por nuestros tejados. Tal vez esos tejados no eran buenos ni siquiera para ellos.
Cuando se hacía de noche las ratas invadían el patio del corral. Para entonces, los niños y los mayores se habían recogido y solo los gritos de pánico de algún vecino, evidenciaba su presencia.
Un día me contaron que estoy viviendo de prestado, porque cuando tenía unos meses de vida, durante la época de lluvias, el tejado de la vivienda se desplomó mientras yo estaba en la cuna. Las vigas quedaron apoyadas sobre uno de los muros, hundiéndose por completo el otro lado, justo el contrario al que yo dormía. Que no muriera aplastado fue un milagro y ya sabía que no debía esperar otro. Incluso cumpliendo «religiosamente» con la obligación escolar de ir a misa cada domingo.
Pero el milagro se produjo tres años más tarde…
El día 21 de julio de 1969, ante la atenta mirada de millones de personas que no podían despegar sus ojos de la pantalla del televisor, el primer hombre en pisar superficie lunar -Neil Armstrong- pronunció una frase que perdurará en los anales de la historia: “Este es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”.
A 384.000 kilómetros de distancia de Armstrong en ese mismo momento y mientras algunos se congratulaban por el éxito obtenido, nosotros culminábamos nuestra propia conquista del espacio. Otro espacio diferente. El que nos permitiría vivir de forma digna. El que todos necesitamos para desarrollar nuestra vida cotidiana, a ser posible lejos de la humedad, del hacinamiento y de la miseria.
La frase de Armstrong, por supuesto pronunciada en inglés americano, la pronuncié yo también ese día, pero en español y con acento andaluz: “Este será un pequeño paso para la humanidad, pero es un gran paso para mí”. Conmigo no hubo millones de personas mirando al televisor, pero esa frase ha perdurado en los anales de “mi” historia.
Con un salario de veinte duros diarios, a cambio de trabajar más de doce horas, nuestra carrera espacial se limitaba a mirar con envidia a los que por suerte para ellos, disponían de una vivienda que les permitía gozar de ciertas comodidades como pueden ser disponer de agua caliente, baño o más de una habitación y a desear con íntimo fervor que las cosas cambiaran algún día.
Gracias al trabajo de mi padre, a la perfecta ingeniería matemática de mi madre y en parte a la generosidad de unos familiares, conseguimos abandonar la pocilga familiar en la que habíamos vivido hasta ese día. Entonces fue cuando por fin, mi familia culminó con éxito su propia Conquista del Espacio. Resulta paradójico comprobar cómo la misma frase puede llegar a tener sentidos tan diferentes.
Nuestra vida experimentó un cambio como el que puede ocasionar el que a alguien le toque un premio millonario. De vivir hacinados en una habitación, pasamos a hacerlo en un piso en el barrio de Triana. En la cuarta y última planta del edificio, nos sentíamos más cerca del cielo de lo que puede llegar a sentirse cualquier mortal.
Quizás era cierto que existía Dios, después de todo…
Pudiera ser que fuera solo cuestión de tiempo el que pudiésemos entrar y salir del lugar donde vivíamos sin tener que ocultarlo para no pasar por esa vergüenza.
Tal vez, se nos había levantado la condena inmerecida que veníamos padeciendo y debido a eso pasamos del infierno al cielo.
Como decía al principio, “La existencia se antoja de un gris insalvable, cuando adquieres la capacidad de comprobar a qué distancia te encuentras de cualquier cosa que pueda parecerse a una comodidad…”
Ahora ese gris se parecía más a un blanco radiante, tanto como el sol que nos iluminaba cada día y que hasta entonces se nos había sido negado.
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