—¡No, no y no! ¡Esta es una familia respetable!

Phileas fulminó con la mirada a su difunto tío abuelo Elbert mientras el taxidermista esperaba aparte, incómodo, tan silencioso e inmóvil como una de sus obras.

«El puñetero tío Elbert… ¿Es que ni muerto va a dejar de avergonzarnos?», pensó Phileas, furibundo. «Elbert, el antropólogo en una familia de banqueros. Elbert, el solterón en una dinastía de treinta generaciones. Elbert, con sus ridículas ropas y sus constantes extravagancias. Y ahora… ¡esto!»

El notario carraspeó, censurando la interrupción, y continuó leyendo impasible.

—«…Y de no respetarse puntualmente estas disposiciones para las exequias, cédanse la totalidad de mis acciones de la empresa familiar a la Asociación Numismática del Nepal».

Phileas bufó. Su esposa le cogió la mano, conciliadora.

—Phil, cariño, era su deseo. Le encantaban las costumbres antiguas…

—¡Maldita sea, Dora! ¡En la antigüedad la gente comía animales y los coches tenían ruedas! ¡En la antigüedad las mujeres incubaban los bebés dentro de su abdomen! ¡Pero estamos en 2.607, somos personas civilizadas y los muertos —señaló con un ademán las decenas de sonrientes ancestros en sus peanas— se disecan como Dios manda, no se los mete en un hoyo!

FIN

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