Luisa llevaba largo rato despierta cuando el día empezó a clarear. Apenas había podido pegar ojo en toda la noche pensando que ese día visitaría el mar después de más de 40 años. Su querido hijo le había prometido que irían por la mañana y ella había imaginado cómo sería volver a pasear por la arena, oler el salitre y sentir su humedad en la piel una vez más. Cuando el reloj marcó las ocho en punto, Luisa se sentó al borde de la cama y tomando impulso consiguió ponerse en pie. Sujeta al cabecero de la cama logró estabilizar sus rodillas juguetonas y caminó despacio hasta el baño donde se aseó y se vistió con su mejor vestido. Luego se acercó a su tocador y dio color a sus mejillas y a sus labios. Su cara podía estar arrugada pero ese día lucía un brillo especial. Cuando estuvo preparada, se sentó en el sillón de la salita a esperar.

  Pocos minutos después oyó el motor del coche y se levantó para abrir la puerta. Su hijo la saludó con una gran sonrisa y besó sus mejillas sonrosadas con el colorete.

–  ¿Estás preparada? – le preguntó.

–  Sí, sólo tengo que coger el bolso y la silla.

–  Ve cogiendo el bolso que yo voy metiendo la silla de ruedas en el coche.

La agilidad de su hijo le asombraba. ¡Bendita juventud! En el tiempo que ella había cogido su bolso, él ya había encontrado la silla, la había metido en el coche y la esperaba para ayudarle a recorrer el jardincito que separaba la puerta principal del vehículo.

Una vez en el coche, su hijo encendió el motor y la señora vio las casas de su pueblo pasar a gran velocidad. Cuando salieron a la carretera, eran los árboles los que desfilaban por la ventanilla y a lo lejos, las montañas que los separaban de su preciado mar se iban acercando poco a poco. Las alcanzaron en poco más de una hora, subieron por la carretera que serpenteaba colina arriba y al llegar a la cima pudieron ver el reflejo del sol en la superficie del mar que se extendía a lo largo del horizonte. Su corazón se aceleró al verlo tan azul, tan bello.

Con cierta dificultad, Luisa consiguió bajar el cristal de su ventanilla y por un momento olvidó su edad y dejó que el aire despeinara su cabello e inundara sus pulmones. Conforme se iban acercando, las olas se fueron dibujando en la superficie y la silueta del pueblo en su orilla se perfiló como antaño. La emoción se agolpó en su pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar su niñez junto a sus padres y hermanas con quienes había compartido tan buenos momentos en aquel lugar.

Entraron en la ciudad y el agua del mar quedó oculta detrás de los edificios. Buscaron un aparcamiento cerca del paseo marítimo y salieron a pasear con la silla de ruedas. A Luisa le costaba reconocer aquella ciudad que tanto había pateado de jovencita. Los edificios eran demasiado altos, las calles parecían más estrechas y había mucha más gente que inundaban las calles con toallas y  colchonetas inflables. Cuando por fin bordearon la fila de edificios que enmarcaban el paseo marítimo, una luz brillante procedente del reflejo del mar los deslumbró. Luisa sintió unas tremendas ganas de levantarse de su asiento y correr hacia la arena pero esperó paciente a que su hijo la acercara. Consiguieron llegar hasta un paso de madera que se adentraba en la playa y desde allí, Luisa trató de caminar hasta tocar el agua del mar. Los recuerdos inundaban su mente y deseó viajar en el tiempo para recuperar todos aquellos buenos momentos que había vivido allí. Volvía a ser una niña y sin darse cuenta dejó que una ola mojara sus zapatos. Agarrada al brazo de su hijo se agachó para tocar el agua y al hacerlo los dos perdieron el equilibrio y cayeron al suelo. Él trató de amortiguar el golpe dejando que su madre cayera sobre él.

–  ¿Te encuentras bien? – le preguntó asustado.

–  Sí, perfectamente – respondió ella riendo cuando una ola los rodeó por completo.

Él, abrazado a su madre, comenzó a reír con ganas y los dos se desternillaron al verse allí sentados.

En ese momento, dos niñas de 6 y 7 años corrieron a encontrarse con su padre y su abuela que reían sin parar. Las niñas los miraban divertidas. Nunca antes habían visto a su abuela darse un baño en el mar y viéndola reír se abalanzaron sobre ella para abrazarla. Luisa las besó con cariño mientras ellas llamaban a su madre para que se acercara. Entre su hijo y su nuera le ayudaron a ponerse en pie y la acompañaron hasta la toalla donde los esperaba una buena sombra con refrescos y comida. Luisa se acomodó en una de las sillas plegables y observó a sus nietas jugar en el agua. En ellas se vio a sí misma y a sus hermanas y fue como viajar en el tiempo.

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