Todas las familias dichosas se parecen, solo las desgraciadas tienen una historia.

León Tolstoi: Ana  Karenina

Mi marido Humberto cogería vacaciones en agosto, y las pasaría con su madre. Un día la fue a buscar a Arjona y al siguiente ya estaban los dos en casa, en mi piso de soltera, al que Humberto se mudó al poco de conocernos, y antes de que yo descubriera su gris orfanato. Fuera de la relación con su madre él veía la misma perversidad que cuando tenía cuatro años y vivía en  aquel colegio, como ella lo llamaba. Humberto solía quejarse en la visita semanal:

—Mamá, son malos, me castigan.

—Sí, hijito, todos son malos, pero mamá es buena. Yo te protegeré. Volveré el próximo domingo.

Humberto, siempre escudado en el poder de una madre invisible, cincuenta años después esperaría agosto, como si fuera domingo.

 Mi suegra fue una viuda joven con el rostro cubierto por un tul de araña. Con ese mismo velo cumplió los noventa e iba a emprender un viaje por el País Vasco con Humberto. Yo no les acompañaría. No podía aguantar como esa mujer llegaba a ocuparlo todo, hasta convertirme en nadie a los ojos de mi marido.

Desde el sillón de orejas se dominaba el cuarto de estar. Se sentó con el bolso en el hueco entre su cuerpo y el brazo de la butaca. Delgada. Piel de leche y arrugas. Pupilas de gato. Aunque sus ojos parecieran enfocarte al hablar, nunca miraban de frente. Escondían otra intención. Sabía quejarse sin gimotear y gobernaba con firmeza desde el desamparo. Una mezcla de misterio y confusión. Su fragilidad, una mentira. Humberto ocupó el sofá a su derecha. Yo iba y venía por la casa inventando quehaceres. Cualquier cosa mejor que estar allí, sin poder hablar. Los temas prohibidos eran tantos que me había ganado el sobrenombre de indiscreta. Esa tarde el teléfono se convirtió en un aliado. Sonaba con insistencia y yo contestaba con gusto. También me encargaba de abrir la puerta. El primero en llegar había sido Javier. Aún faltaba Regina. Uno tras otro fueron cayendo como goteras en una palangana.

— ¿Qué tal mamá, qué tal el viaje? — preguntó Javier después de dar un tímido beso a todos. Parecía apesadumbrado y como si le molestara hablar. Yo nunca le había conocido otra expresión.

Javier veía a su madre dos veces al año. Un día esporádico, como hoy, y otro próximo a la Navidad.

—Bien, muy bien —contestó la madre—. Me entretiene el paisaje, el cambio de color de la tierra, los cultivos. Luego añadió algún que otro detalle y dijo haber visto muchos hombres a caballo. Parecían cazadores. ¿Te acuerdas,  Humberto?

La madre vivía en Arjona con su hija Consuelo. Javier iba a verla cada año por diciembre. Llegaba antes de comer. Después de una breve sobremesa se deseaban felices fiestas y regresaba de nuevo a Madrid, junto a su esposa, para quien el día había transcurrido con la misma rutina del día anterior. Consuelo era la pequeña.  De niña solía preguntar por su papá. Entonces la madre le mostraba la foto de un hombre que miraba hacia otro lado con Regina y Javier aferrados, uno a cada pierna, y Humberto delante, sentado sobre la hojarasca, trabándole los pies. Ella aún no había nacido. Tardaría años. Javier ya trabajaba de aprendiz en una imprenta y se alojaba en una pensión. Antes lo había hecho en un internado de acogida. Consuelo dejó de preguntar. Al menos a ella nunca le había faltado una madre. Ni en la luna de miel, cuando hicieron la mudanza a la casa que aún comparten. Indagar, ¿para qué? Agua pasada no mueve molino, le habían dicho siempre. Eso y un: no sé de qué hablas, tengo cosas que hacer. Mejor así. Todos hijos. Todos hermanos.

 Humberto tomó la palabra que le había pasado la madre, y confirmó lo ya dicho. Sí, aquellos jinetes llevaban perros y escopetas, cosa rara en agosto. Escopetas. El arma suicida con la que el padre desapareció en el cerro. No hubo más comentarios. Del tema nunca se habló. Fue un infarto, repitió la familia. En los antecedentes clínicos de Humberto así figura.

El silencio era sofocante y las aspas del ventilador se arrastraban con pesadez. Abrí la nevera y saqué una jarra.

— ¿Le apetece a alguien agua de limón?

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Será Regina, corearon con alivio. La coincidencia les hizo reír. Parecía que hubiera entrado una brisa y animado el techo.

 Regina, la mayor, aparentaba menos edad. Tuvo palabras y sonrisas para todos. A la madre le regaló una cajita empaquetada con delicadeza.

— Son brotes tiernos de té blanco, muy rico en antioxidantes. Exquisito.

 Y siguieron hablando del té, de su olor a flores, de su textura sedosa, del tiempo de preparación, de su precio. Quedó claro que aquello era una ofrenda de oro. Los niños de la beneficencia convertidos en reyes. La madre disfrutaba de su adoración.

Regina se despidió al poco de llegar. Su pareja la esperaba aparcado dos portales más arriba. La madre se negaba a recibirlo. En el pasado había conocido al novio de Regina adolescente, y al marido de quien llevaba dos décadas divorciada. Se separó porque se enamoró de otro. Es una irresponsabilidad, le reprochó la madre. Las niñas tan pequeñas, descuidadas. Lo mío fue distinto. Tú padre se murió. No, no quiero que me presentes a otros hombres. Ya he tenido bastante. Y Regina, acusada de ser mala madre, se paró a pensar que la suya, con padre muerto y los hijos repartidos, lo tuvo más fácil. Pero no dijo nada.

¡Qué calor está haciendo este verano!— comentó la madre mientras buscaba en el bolso un abanico.

—No recuerdo ningún año como este

—Yo tampoco.

—Para mí, hace siete años fue aún peor.

Dos horas más tarde solo quedábamos Humberto, mi suegra y yo. A la mañana siguiente, cuando se fueron, sentí que la casa crujía como si se desentumeciera, y abrí las ventanas de par en par.

FIN

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