La mirada deseada

La mirada deseada

Lara Curto

09/01/2016

No recuerdo la primera vez que entré en la casa, supongo que era muy pequeña. En mi memoria es un lugar al que llevo yendo toda la vida. Un espacio irreal y simbólico. Fuera del mundo serio de los adultos, aunque eran los adultos los que nos llevaban allí. Apartado de la actualidad y de cualquier tiempo. Detrás de la gran puerta oscura, el largo pasillo extendiéndose a ambos lados. Cuadros de cacería. Un rifle y una espada sostenidos en la pared. Siguiendo por la derecha, la armadura ridículamente pequeña, invitando con gesto forzado a entrar en el salón. Vírgenes coloristas y organillos semicirculares de plástico azul por los que se escuchaba la radio permanentemente. Todo ello parecía salido de una feria de antiguallas, pero no era tratado como tal. Estaba revestido de una intención de dignidad. El conjunto me resultaba fugazmente alegre, dando paso a una angustia sutil, como si estuviera encerrada en un espacio pequeño y el aire estuviera demasiado viciado como para no darse cuenta. A pesar de eso, entraba bastante luz por la galería contigua a la habitación. Desde allí se podía ver pasar a la gente del mundo, pero nadie le prestaba mucha atención. Ese regusto agrio, de leche en mal estado, se respiraba estando de pie, sentado en el sofá o en los sillones, frente a las galletas rancias y los refrescos de marcas desconocidas que nos servían mis tíos. Colgado de la pared, un montaje con fotos de sus padres -de él y de ella- hecho por mi tío, veterano aficionado a esa clase de manipulaciones. En el otro lado de la sala una foto de ellos dos cuando eran jóvenes, paseando sonrientes de la mano. Ella llevaba perlas y un abrigo rojo. Yo en realidad no creía que hubieran podido ser esos treintañeros despreocupados. Los mismos que ahora destilaban olor a vida macerada. ¿Qué les había sucedido? Coleccionando manías y tics, represiones y rencores durante años se habían convertido en lo que eran. A mis ojos. Cada año nos contaban sus últimas enfermedades y visitas al hospital. Nos hacían regalos extraños pasados de moda y nos enseñaban los álbumes de fotos. La última vez fui con la nítida esperanza de volver a ver la foto. Hacía sólo tres años que la había contemplado, pero tenía un recuerdo muy difuso, y no sabía hasta qué punto me había imaginado ciertas cosas en ella.

Me hice la inocente.

– ¿Tenéis fotos del abuelito cuando era joven?

Ahí estaba, en la primera página del álbum más grande. En este caso, no era el abuelo el que me interesaba. Estaban todos alrededor de una mesa, posando para la foto. Algunos de pie, rodeando como un coro a los que permanecieron sentados. Sus expresiones eran satisfechas con un toque de afectación. Todos los hombres tenían puros en la boca o en la mano; en este último caso, con ademán de llevárselo a los labios y sonreír sujetándolo entre los dientes. Las mujeres, demostrando -por imposición- una celebración más comedida, sostenían en alto una copita de vino dulce. La segunda empezando por la izquierda, a pesar de sujetar la copa, parecía no estar allí. Era Gloria, la hermana de mi abuelo. Su mirada, fija en algún punto del mantel, se dirigía en realidad mucho más allá. Qué estaría pensando. Sus rasgos finos y dulces eran un complemento para su expresión de alejamiento. Nadie guardaba otras fotos de ella, esa fue la única que vi. Mi madre me contó que Gloria, cuando ya era una mujer mayor, terminó medio loca. No salía de su cuarto lleno de libros, no hacía otra cosa que leer. Perdió el contacto con la realidad. Yo en esa foto veía un germen de esa locura. El mismo que imaginaba para mí. El hecho de que cada vez que la veíamos los adultos insistieran en que me parecía mucho a ella no hacía más que alimentar mis fantasías y mi deseo de tener una historia. Tenía una curiosidad casi morbosa, una impaciencia cruel por saber quién sería. Esa atracción dramática que me producía mi destino me hacía pensar que ella era como yo, o que por lo menos me hubiera comprendido como yo comprendía su mirada. Aunque no la hubiera conocido, aunque estuviera muerta, me proporcionaba cierto orgullo e ilógica tranquilidad.

Encima de cada persona que había en la foto (excepto de los dos que seguían entre nosotros), había una cintita blanca flotando sobre la cabeza que había sido delicadamente colocada por mi tío, sobre las que había escrito las fechas de nacimiento y de defunción. Ese museo de mal gusto sólo afectaba parcialmente a Gloria, que tenía el día de su nacimiento, y después un espacio en blanco. Quizá mi tío se había olvidado de completarlo. Quizá había dejado esas tareas hacía mucho.

FIN

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