Creo que aquí fue cuando todo empezó. Estos son mis abuelos maternos. Decían que mi abuelo era italiano, por esto le bautizaron con el nombre de Natalino. Yo, por mi parte, creo que era por su nacimiento el veinticinco de diciembre…
Ella, Laudelina, fue creada por una familia turca, aunque no sé muy bien como era su historia. Mi madre siempre fue muy reservada en relación a la verdadera historia de mi abuela, solo nos contaba partes sueltas de un todo, dejando muchas lagunas para ser rellenadas por la imaginación…
Según cuenta mi progenitora, Laudelina se enamoró de Natalino y a causa de su matrimonio, fue desheredada. Siempre me pregunté; ¿Si ella era una “hija” adoptiva, cómo la desheredaron si no tenía derecho a nada? El caso es que así fue.
Estuvieron casados más de cincuenta años… y de este “feliz” matrimonio nacieron seis hijos. Los cuales me niego nombrarlos. Solo les cuento que mi madre fue la primera.
Mi adoración por mi abuelito siempre fue superior a cualquiera. Claro, también quería mi abuela. Pero mi abuelo era todo para mí.
Recuerdo que vivíamos en la capital y una o dos veces al año íbamos de visita al pueblo donde residían mis abuelos. También algún tío y tía. Siempre era por verano y juntábamos los primos y primas de edades aproximadas para jugar.
Aun recuerdo el olor de la casa de mis abuelitos. Él, era sastre de profesión, pero le encantaba plantar. Tenía un patio enorme al lado y atrás de la casa. Yo me levantaba bien temprano solo para me perder en medio de la huerta o en la pomarada. Comía los frutos recién cogidos.
Recuerdo que mi abuelo tenía una navarra al lado del lavadero, para pelar las naranjas. Me enseñó en secreto, para que mi abuela no lo regañara. Era nuestro secreto más bien guardado.
Parece que fue ayer, cuando me sentaba en el suelo de cemento, templado por el sol de verano, con unas cuantas naranjas envueltas en la falda de mi vestido y me disponía a pelarlas todas, para luego comérmelas. Luego, en la hora de la comida, me regañaba mi abuela por comer poco. Mal sabía ella que tenía la pansa llena de naranjas, higos, mandarinas… No era que comía mal. Era que me encantaba vivir las aventuras entre árbol y árbol, probando todos los frutos que pudiera alcanzar.
Siguiendo la historia, mi madre creció y se casó con mi padre, claro.
De este matrimonio nacieron cuatro hijos y yo fue la última.
Por así decir, fue la única que obtuvo todo lo que mis hermanas mayores deseaban. Poder salir, trasnochar, estudiar, viajar… Cuando ya tenía todo esto, resolví también casarme.
Vaya metedura de pata. Mi matrimonio no llegó a los dieciocho meses. Me separé, volví a estudiar, monté una empresa, la cerré y decidí aventurarme por el mundo.
Fue en España que conocí a mi segundo marido. De este matrimonio nacieron dos lindas flores.
Mientras las cuidaba, educaba y disfrutaba de la aventura materna, dejé de lado mis aficiones; la lectura y la escritura.
Cuando mis hijas ya eran independientes, volví a mis costumbres de antaño. Leer, escribir, apuntar…
Descubrí los concursos literarios y comencé a participar. Animé a ellas que lo hicieran también, ya que la sangre artística corre por sus venas, así como por las mías. El resultado no podía haber sido otro. Ambas lograron edición.
De esto ya hace nueve años. Seguí con las participaciones en concursos, logrando algún que otro premio, mientras ellas siguen sus vidas.
Algún día, estaré sentada leyendo algo, recordando mis tiempos de infancia o narrándolos a mis nietos las muchas historias vividas en aquel casarón de ensueño, donde nacieron mis primeros relatos, los cuales hoy figuran en muchos de mis libros.
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