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Me llamo Diego y deseé con todo mi corazón dejar constancia escrita de mi trayectoria vital.

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No disponía de los recursos literarios necesarios para llevar a cabo esa labor y es por ello que pedí a una escuchadora profesional – una periodista que recientemente había frecuentado la residencia de ancianos durante unos meses debido a su trabajo de investigación sobre la escucha activa – que me echara una mano. Al principio todo fue muy confuso. Yo trataba de explicarle a la chica lo que creía necesitar y mientras ella se planteaba la posibilidad de llevar a cabo la experiencia y buscaba tiempo para ello, hablé con mis tres hijos. A los pocos días, tanto la profesional de la escucha como mi familia expresaron su conformidad y, de hecho, mis vástagos me animaron a culminar esa inquietud largamente acariciada.

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El trabajo empezó pronto debido a que todos éramos conscientes de que, a mi edad, uno no puede andarse con monsergas. Era mucho el trabajo por hacer. Los días previos al comienzo del proceso fueron intensos. A nivel personal debía poner en orden mis pensamientos y, principalmente, ubicarlos en el tiempo con el fin de ser coherente y poder situar adecuadamente mis ideas. Y es que de eso se trataba. Tras un par de conversaciones con la escuchadora determinamos que aquello sería un compendio de reflexiones vitales contextualizadas en las distintas etapas de mi vida. De hecho, ella – que llamó a aquella aventura nuestra legado familiar – consideraba que todo aquel jaleo podía ser muy interesante para mí a nivel de estimulación emocional. Aquella chica estaba entusiasmada…casi tanto como yo…y juntos afrontamos el reto con ilusión. Una ilusión de la que también participaron, tanto mis hijos como parte del personal de la residencia. Y digo que esas semanas previas fueron ajetreadas porque unas colegas de la chica – de la televisión autonómica – vinieron a rodar nuestro primer día de trabajo. Resultó ser un acontecimiento delicioso e inesperado. Sin comerlo ni beberlo – como quien no quiere la cosa – expliqué para toda Cataluña, arropado por mi escuchadora e hijos y en prime time (que se dice), los argumentos de mi empeño por dejar constancia de mi trayectoria vital.

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En cuanto empezamos me di cuenta que aquello iba a ser muy satisfactorio pero, al mismo tiempo, más intenso de lo que nunca hubiera imaginado. A medida que narraba los acontecimientos de mi vida, las palabras salían de mi boca acompañadas de sentimientos que unas veces eran profundos y otras sorprendentes. Creo que enseguida fui consciente de que aquel iba a ser un ejercicio muy poderoso. Y así lo comentamos con mi escuchadora, quien me tranquilizó y me animó a continuar, permitiendo que esas inquietudes salieran a la luz. Lo cierto es que, aunque todo aquello me confundía, no me apartaba del camino establecido y más bien hacía que me sintiera bien…y en paz.

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El proceso de trabajo incluía las correcciones de los capítulos anteriores y, en consecuencia, aunque trabajábamos con un hilo argumental, continuamente efectuábamos saltos en el tiempo, de modo que se instalaba en nuestras charlas una perspectiva global y – me atrevería a decir – poco racional. Aquello me desconcertaba y ya desde un principio, a pesar de tener prisa por culminar el legado – no fuera caso que la muerte viniera a visitarme ante de terminar -, agradecí que los encuentros se produjeran cada quince días.

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La experiencia llegó a su fin con la transcripción, también por parte de mi escuchadora, de mis poesías más queridas y con alguna que creé para ella, en agradecimiento a su labor. Quisimos que la entrega del manuscrito resultante estuviera enmarcada en un encuentro entrañable y así lo hicimos, y ese día mi escuchadora confió a mis hijos el embrión de lo que tenía que ser un documento encuadernado, en formato libro. A partir de ese momento, la tarea correspondía a mis hijos. La escuchadora les instó a buscar fotografías e integrarlas en el texto – de forma que yo pudiera acabar cumpliendo mi sueño -; pero ese era un aspecto que ellos ya habían tenido en cuenta.

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Ya antes de contar con algo parecido al libro final, mi escuchadora difundió a través de sus canales de comunicación la existencia del proyecto. Paralelamente, yo compartí mis reflexiones en diversos foros gracias a un ejemplar previo que estaba encuadernado en tapa dura y letra grande, con lo cual aquella aventura personal trascendió a muchos niveles. Aquello me sentó muy bien y supuso numerosos alicientes a lo largo de mis últimos meses de vida. Semanas más tarde también mis nietos pudieron contar con mi legado, esta vez en formato digital. El que sería el libro definitivo incluiría algunas poesías más; nuevas fotografías y un recurso estilístico para tratar de que mis allegados pudieran ir personalizándolo de algún modo. Mis hijos me lo mostraron un par de días antes de llevarlo a imprimir.

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Morí justo antes de que saliera de imprenta. A pesar de que mi familia se había esforzado por llevar a cabo su parte del trato, la complejidad de la tarea y las obligaciones y responsabilidades del día a día les absorbieron y como, además, yo me fui de un día para otro no les dio tiempo a culminar totalmente el proceso. El libro definitivo les llegó justo el día después de mi muerte y ello no resultó en absoluto relevante. Yo ya había disfrutado de todo lo que aquella experiencia me podía aportar y, considero, que todos los que de algún modo estuvieron implicados también. Sé que mis hijos llevaron a cabo su propio proceso y sé que lo vivieron cada uno a su propia manera, demostrándome una vez más su respeto y su estima.

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No quepa duda de que yo me marché satisfecho. Contento por todo aquello que significó aquel empeño mío por dejar un tesoro inmaterial – un legado familiar – a aquellos que me sucederán; con el objeto último de facilitarles herramientas y estrategias que les permitan vivir mejor.

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