Nos esperaban con pinta de no haber dormido: una mujer vieja y mellada, con sombrero y trenzas largas; un hombre viejo, de piel terrosa y bigote ralo; una joven con un bebé en brazos, desdentada y bigotuda; dos chicas que se mordían las uñas, niños entre las faldas; un hombre aburrido, a las afueras del grupo, sostenía un cachorro. Elio dejó caer las maletas como si viniera cargándolas desde España y su madre, que se secaba las lágrimas con una hoja de yuca, lo abrazó y lo besó, y los sollozos acabaron con los demás sonidos del aeropuerto.
El hombre viejo escupió un engrudo marrón, nos dio la mano y nos ayudó con el equipaje. «Es mi padre —dijo Elio—. Vamos».
Subimos a una camioneta destartalada. Delante, Elio, el hombre aburrido y yo; el resto iba dando tumbos entre cajas de madera. Wilson tenía cuatro hijos, eso me contó, se dedicaba a cultivar el chaco de su suegro y con la camioneta llevaba la cosecha al abasto de Santa Cruz. Cuando la cosecha se marraba conseguía platita acercando a la gente a El Torno. «Usté verá que si se nos marra a todos, la gente camina y yo chupo no más». Conforme avanzábamos, la carretera se hacía más estrecha y tortuosa, pero Wilson no dejó de hablar ni de rascarse la bragueta. Amaneció entre tanto. Nos cruzamos con una anciana encorvada, vi a un niño beber de un charco sucio. «Las cosas mejoran —dijo Elio—: antes la carretera se anegaba con la lluvia». La niebla se marchaba entre cimas verdes, había borrachos en la cuneta, entorpeciéndonos el paso.
Vivían en dos chozas a las que había que acceder a pie. Doña Tirsa se puso a barrer y arrancar hierbas nada más llegar, a cambiar trastos de sitio. De repente se desplomaba en una silla y suspiraba como si acabara de darse cuenta de que su casa estaba metida en la selva y de que su hijo y el extranjero no tardarían en reprochárselo.
—Y así lleva toda la semana —dijo Wilson.
Había un cerdo atado al tronco de un mango.
Elio y yo fuimos a buscar urucú para el asado. Me movía torpemente a través de la maleza, con barro en las botas e insectos que zumbaban como aviones en el oído. Me detuve a hacer fotos de cosas que luego juzgué insignificantes.
—¿Cuándo piensas decírselo? —dije.
—Acabamos de llegar.
—Cuanto antes, mejor.
—Esto es el urucú. Trituramos la semilla y la utilizamos de colorante —dijo blandiendo un fruto que parecía un testículo.
Los jóvenes jugaban con el cochino cuando regresamos, le estiraban de las orejas y le hacían caminar a dos patas. Isidra tiró un balde de agua sobre Wilson, que dormitada despanzurrado en una carretilla. Los demás se sumaron a la fiesta, incluso el perro, que hasta entonces me había parecido de peluche, gruñía y triscaba.
De una choza apareció el hombre viejo, secando la faca en los pantalones, con una sombra plomiza colgada de la frente.
Lo ataron y lo degolló sobre la tierra.
Apenas manó sangre.
El hombre viejo abrió el corte con las manos, acercó la nariz y murmuró algo ininteligible, algo que hizo que doña Tirsa frunciera el ceño y los niños dejasen de alborotar. Lo pusimos boca arriba; yo, por integrarme, sujeté una pata y el hombre viejo le partió el esternón. Tenía los pulmones secos, las vísceras amarillas, tumores pegados a la grasa y despedía hedor insoportable. Nos apartamos maldiciendo, doña Tirsa rompió a llorar, Wilson contuvo las arcadas y el hombre viejo, escarbando todavía en la canal, dijo claramente: «Andaba muerto el hijoeputa».
Su voz se hizo lejana y atronador el aleteo de los mosquitos. Sentí que el sol me derretía, el aire como una sustancia viscosa y la peste chapoteando en mi estómago; me desmayé.
Desperté de noche, estaba hambriento y aturdido y me costó recordar dónde estaba. Al salir de la choza me encontré con una borracha que escupía al hablar.
—¡Aquí apareció el gringo!
—Te presento a mi prima Rosa, ¿estás bien?
—No sé.
Había más gente sentada en torno a una mesa en la que tenían un saco de hojas de coca, botellas de alcohol medicinal y peladuras de mango. Acepté un vaso de alcohol rebajado, me indicaron cómo hacer un bolo de coca y bebí otro vaso.
—¿Allá tienen coca?
—En hoja no.
Todos me observaban animados.
—Usté tiene que visitar el Salar.
—Y Aguas Calientes…
El alcohol y la coca me subieron ipso facto. Percibía lejanos sus palabras y gestos, y las mías, mis palabras, parecían pegadas la lengua.
—No me interesa hacer turismo.
—¿Qué le trajo aquí pues?
—¡Yo le diré, tiíto; aquí el don extranjero viene a ver nuestra pobreza!
—¿Verdad pues?
—…No es eso. Póngame otro vaso.
—¡Ya yo vi a muchos con sus cámaras enormes hacer fotos a niños desnutridos!
Llegaron gatos con el hocico ensangrentado. Una ráfaga de viento estremeció las ramas del mango. Justo debajo de nosotros, resecas y endurecidas, perduraban las pisadas del cerdo.
—¡Hay paisajes y monumentos, pero les encantan los niños con ronchas!
—Es más rápido que conseguir un contrato —me oí decir—: Elio y yo vamos a casarnos en España, puede que le den la doble nacionalidad y nunca regresaremos a este pozo de mierda.
Tras unos segundos de desconcierto comenzaron a reír, primero unos pocos, luego todos, durante un buen rato rieron a carcajadas, rieron con sus bocas negras y vacías abiertas hacia el cielo.
FIN
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