Soy la menor de tres hermanas. Nos llevamos muy pocos años. La mayor me saca tres y entre las dos está la mediana. Cuando éramos pequeñas parecíamos trillizas porque mi madre nos llevaba vestidas a las tres iguales. Íbamos juntas a todas partes con nuestros vestiditos exactos y las dos coletitas sobresaliendo por encima de las orejas.

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Éramos felices por lo general, aunque las monjas se empeñaban en impedir que lo fuéramos, con verdadero ahínco. Claro, íbamos a un colegio de monjas como casi todas las niñas de aquella época y sufríamos estoicamente los métodos de enseñanza del nacional-catolicismo imperante allá por los años sesenta. Las monjas eran unos seres extraños de género indefinido con un aspecto francamente aterrador. Iban todas vestidas con un hábito entre marrón oscuro y negro con un cordón anudado a la cintura bien apretado y una sobre-túnica más ligera, que cumplía la función de evitar que cualquier forma corporal fuera ni tan siquiera intuida desde el exterior. La toca, que era como una especie de escafandra como las de los buzos,  de un blanco inmaculado y una rigidez tipo escayola, cubría  la cabeza a excepción de ojos, nariz y boca y terminaba sobre el pecho con una especie de babero. Sobre esa toca llevaban un manto más ligero del mismo color que la túnica. Luego, como colofón, un crucifijo de madera con la imagen de Cristo crucificado colgaba de su cuello, cayendo a la altura del babero. También llevaban una alianza como las de los matrimonios, pero de plata, y a nosotras nos decían muy ufanas que estaban casadas con Jesucristo.

En los primeros años, cuando yo tenía cuatro o cinco, el último día lectivo de la semana, que era el sábado por la mañana, se entregaban las medallas a la aplicación (rojas) y a la piedad (azules). El precedente de esas medallas o premio menor eran los vales de aplicación y los de piedad, también de color rosa y azul. Para conseguirlos existían diferentes procedimientos. Por ejemplo, rezar el rosario con los ojos cerrados se consideraba un signo de piedad extrema que a mi hermana mayor, muy piadosa ella, le servía para agenciarse unos cuantos vales azules al mes. Parece ser que cuando terminaba el rosario y ella abría los ojos se encontraba el vale encima de la mesa, que debía haber sido colocado sigilosamente por la también piadosa monja oficiante. No teníamos muy claro si lo que pasaba era que se dormía o qué. El caso es que a mí me daba mucha envidia y hacía ensayos constantes para conseguir emularla. Como rezábamos con las manos juntas más o menos a la altura de la barbilla, a mí se me ocurrió que si las ponía un poco más arriba podían servirme para taparme los ojos y que así no vieran que los tenía abiertos. Asombrosa ocurrencia me parece ahora, que denota hasta qué punto deseaba yo conseguir un vale, sin tener que pasar por la espantosa experiencia de rezar un rosario entero con los ojos cerrados.

A final de curso daban diplomas con la calificación global obtenida en el curso en una bonita ceremonia a la que acudíamos con el uniforme de todos los días pero rematado con unos elegantes guantes blancos. Normalmente daban también un chupachups que se cogía de una bandeja estratégicamente colocada en la misma mesa de los diplomas. Los entregaba la madre superiora a la que llamábamos “Révérande mère” (mi colegio era de origen francés) y que era casi tan importante, desde nuestro punto de vista, como Franco.

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En nuestros ratos de ocio mi hermana la de en medio y yo, en vez de jugar a las mamás como las demás niñas, jugábamos a “las amigas”, e imitábamos a mi madre cuando estaba con sus amigas, chocando como locas las agujas de hacer punto, sin lana ni nada, y hablando sin parar de lo malos que eran nuestros hijos (los muñecos).

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Como éramos mucho más guerreras que la mayor, andábamos constantemente maquinando actividades que no siempre terminaban bien. Así, teníamos la costumbre de montar un tendedero en nuestra habitación, anudando una cuerda de las de saltar a la comba desde la falleba de la ventana hasta un pitorrillo que había en lo alto del armario. Normalmente colgábamos ropa de los muñecos y alguna otra cosilla. Un día se me ocurrió que aquella cuerda podía servir para algo más divertido que tender ropa y me lancé cual mono de la selva a columpiarme en ella con todo el ímpetu y el arrojo del que fui capaz. Lógicamente el armario no pudo soportar el envite y cayó abajo junto con todas las cajas de muñecas que estaban colocadas encima. Mi hermana mayor, que estaba tranquilamente leyendo al lado del armario, salió milagrosamente ilesa del desastre y corrió despavorida a dar aviso a mi madre que, gracias al escándalo montado, ya venía disparada por el pasillo. Soportamos en silencio, ya que argumentos a nuestro favor no teníamos, la merecida regañina y durante un tiempo prometimos ser todo lo pacíficas que nos fuera posible.

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Para conseguir esa paz de espíritu teníamos la ayuda de algún que otro libro ejemplarizante, como uno que a mí me encantaba a la vez que me horrorizaba, que se llamaba “Cuando las grandes santas eran niñas” y que contaba los terribles martirios que habían sufrido algunas santas de los albores de la cristiandad por negarse a abandonar la fe cristiana. Sobre todo nos gustaba por lo truculento. Recuerdo que a una de ellas le arrancaron los ojos no recuerdo muy bien por qué y a otra le seccionaron los pechos (no olvido el dibujo de la niña santa con la bandeja en la que los mostraba toda ufana). ¡Dios qué grima!

Así transcurría nuestra vida, entre las aspiraciones de santidad y los intentos de transgresión liberadora que al final de los sesenta fueron explotando poco a poco hasta la convulsa década de los setenta. Pero eso ya es otra historia.

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