Ayer, ante una carta añeja, volví a pensar en mi amiga Inés, y en muchas otras cosas, y en cómo me gustaba ir a su casa, solo porque allí olía a caliqueño. De su padre, que trabajaba en el banco, decían que era “todo un señor” porque llevaba sombrero y tenía los pelos del bigote siempre en su sitio, como fijados con alquitrán. A mí me lo parecía, un señor digo, porque olía a lo que yo imaginaba que olían los señores, y guardaba en cajas de madera aquellos cigarros maltrechos y fragantes. Cajas que escondía en los cajones de toda la casa: del salón, del cuarto de juegos y hasta de la cocina, donde en apariencia solo entraba la cocinera. Y es que, según decía, sonriendo bajo ese bigote perfecto que le llegaba a las orejas, nunca sabía cuando podía apetecerle uno. Yo lo observaba deambular por aquella casa enorme, que era la suya y la de Inés y la de su madre, los domingos por la tarde, cuando la mía dejaba que acompañase a mi amiga y sus muñecas para merendar. Y mientras Inés sentaba a Pepa, Manolita y Lola, que ella ponía nombre a todas y cada una porque decía que todos, hasta sus muñecas, nos merecíamos un nombre, yo espiaba a su padre. Y después hacía como que tenía que ir al baño, para aspirar el humo que él dejaba tras de sí y que desprendían aquellos cigarros arrugados como los dedos de una bruja vieja.

Y es que mi casa solo olía a cebollas, alcanfor y al moscatel con el que madre remataba su café si creía que no la miraba. Y en sus cajones solo había hilos, telas y cajas de galletas con los programas que ella guardaba cada domingo, al regresar del cine Oriente, un capricho que se permitía tras coser la semana entera para las madres de mis compañeras en el colegio de monjas, donde también hacía los dobladillos y las camisas de dormir a las hermanas, que me tenían de balde, sin pagar una peseta. Después del cine me recogía en casa de Inés y ya en la nuestra, pequeña y que solo olía a nosotras, la veía enterrar en cofrecitos metálicos aquellos programas multicolores. Todos menos el de Pygmalion, que permanecía en el cajón de su mesita de noche, y desde el que yo sabía, porque lo había visto a escondidas, que Leslie Howard te vigilaba un poco bizco y con una cara soñolienta como la mía durante los sermones de las monjas. Mientras tanto yo, antes de ponerme el camisón, no me lavaba ni las manos. Y olía mis trenzas, mis dedos y hasta las mangas de mi vestido de domingo, buscando el aroma a caliqueño del padre de Inés, que tenía nombre, como las muñecas de Inés, mientras que el mío no tenía ni eso, ni un nombre, aunque todos, hasta las muñecas, se merecían uno, según Inés me repetía cada domingo a la hora de la merienda.

Pero eso no me importaba, no demasiado. Recuerdo una canción de Machín que decía “cómo se pueden querer dos mujeres a la vez, y no estar loco”. Y al escucharla en la radio de madre yo pensaba que podía querer a muchos padres y a ninguno, y que tener uno y mil, mezclados como los programas en las cajas donde dormían Spencer Tracy con Fernandel y Robert Taylor con Leslie Howard, no era para estar tan loca. Eso lo pensaba yo por las noches, porque durante el día solo perseguía detalles para confeccionar un padre a mi antojo. La risa de Manuel, el del colmado, que susurraba picardías a madre cuando creía que yo no estaba escuchando. La cicatriz de José, nuestro vecino, que se la hizo por bobo una noche, saltando una cerca para ver a su novia. Y, siempre, el olor a caliqueño del padre de Inés. Y así, uno a uno, antes de dormirme, ordenaba los pedacitos con cuidado. Y si, alguna vez, conseguía que madre me contara un cuento, yo no lo pedía de princesas, como las otras niñas, sino que solo quería más trocitos de mi padre. Y ella, que siempre venía muy tarde, y muy cansada, porque así se dormía antes de confesar algo que no fuera del todo mentira, contaba que había sido marinero y se había perdido buscando una ballena gigante. O aseguraba que era explorador y que regresaría, algún día, con el oro del rey Salomón. O que lo que a él le gustaba eran las películas de indios y quizá se había fugado al Oeste, a robar un banco. Y mientras madre cosía, yo me hacía un padre a retales, con historias, olores y manías prestadas. Un padre con las manos del maestro Adolfo, finas como las de una mujer, aunque siempre estuvieran manchadas de tinta azul, como sus papeles. Con el rostro de Leslie Howard, así como soñoliento, como en Pygmalion. Y un olor de señor, como el del padre de Inés. Y me hice mayor. Con un padre inventado y una familia ausente, que para mí era más presente que una de sangre y huesos, porque los fantasmas no se van, nunca.

Todo esto lo pensé ayer, ante esa carta añeja. La encontré tras vaciar los cajones de madre, que no volverá a abrirlos. Hilos, retales y cajas de galletas con trocitos de sueños descoloridos. Pero en el de su mesita de noche no estaba Leslie, mirándome como con sueño. Solo la carta, “a mi hija, tu padre”, en un sobre de un blanco rancio que dolía, casi tanto como el “hija”. La examiné, palpé, olí. Y la rompí, porque no era mía, ni suya tampoco, porque era demasiado limpia, porque ni siquiera olía. Y es que ahora sé que no somos lo que queremos, sino lo que quieren que seamos. Y yo quise que mi padre se pareciese a Leslie, manchase de azul sus papeles y oliese a caliqueño, como el padre de mi amiga Inés.

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