Llame  al timbre de la puerta y espere… Fue su primera noche solo, después de la muerte de nuestra madre.  Me abrió la puerta y demostró alegría al verme.  Le seguí hasta la cocina,  de donde  salía un   olor a café y pan tostado. “Pasa y desayuna conmigo”. Ambos sentados  en la mesa  permanecimos callados. La veíamos allí,  preparándose sus tostadas… sorbiendo el café con leche. Ella decía que desayunar era el  mejor momento del día. Su ausencia era muy dura,  parecía que la casa hubiera quedado sin alma. Todo seguía igual,  tal y como ella lo dejó. Recorrí la estancia con nostalgia y al fijar mi atención en él, vi que por debajo de su bata, asomaba el pijama de mi madre. Sentí como una punzada. Había dormido con su pijama, era como si, con él puesto, la  tuviera una vez más, pudiera abrazarla y sentir su olor… No pude decir ni una palabra, solo lloré. Él me cogió de las manos y trató de consolarme. Yo tenía mi familia, mi casa, mi trabajo, pero para él…ella era toda su vida.

  Y el tiempo pasó, hasta que la salud y su ceguera hicieron imposible que siguiera solo. Mis hermanos y yo convenimos que pasara tres meses con cada uno. Era una manera de disfrutar de él, de  que conviviera con sus nietos y principalmente que estuviera atendido.  Yo comencé la andadura. El día que hice el traslado fue  muy triste. 

 Mientras metía su ropa en una  maleta, pensé muchas cosas. En aquella casa donde ahora reinaba el silencio, habían convivido risas y lagrimas. Juntos montamos el belén, año tras año, y disfrutamos de navidades entrañables. Una  gigantesca caja de bombones  era la avanzadilla de los turrones. Qué decir del día de  Reyes…. Las fiestas de cumpleaños…Los famosos guateques de nuestros años adolescentes…   

Cuando entré en su vestidor  pensé de nuevo en mi madre, en la pulcritud que la envolvía, en sus  cosas,  en su olor…  Recordé el día que murió, nunca sentí un vacio más grande. Ese día  entré, allí mismo,  para elegir la ropa de su mortaja. Rota de dolor me aferré a su bata de casa, y lloré. Ahora estaba medio vacío, solo la ropa de él, se respiraba  el olor de su loción de afeitar.

Sentado en el sillón de su cuarto observaba todos mis movimientos,  a la vez que me daba instrucciones. Una bolsa llena de medicinas era su principal equipaje.

Me dolía ver al hombre vital y lleno de ilusiones,  convertido en un anciano indefenso. No había pasado tanto tiempo… Me vino a la cabeza su música, la pasión que tenía por la opera. Me pareció volver a escuchar a Alfredo Kraus y L´elixir d´amore o el Trust de los Tenorios, yo misma me aprendí la mayoría de las letras. Chocaba mucho que una niña supiera romances de zarzuela, que tarareara el brindis de la Traviata.  Le recordé feliz, el día que estreno un Seat 1500 gris marengo. Vivió un día durísimo cuando le diagnosticaron un glaucoma  irreversible. El oculista le reveló que en poco tiempo habría de renunciar a conducir. Él consciente de que empezaba la cuenta atrás,  me pidió que les acompañara en su último viaje. A mi madre la idea la tranquilizó.  Entre los dos recorrimos más de mil kilómetros. El destino fue Santiago de  Compostela. Siempre había sido un gran viajero y  estaba acostumbrado a hacerlo por su cuenta.  Pasó días organizando el itinerario y  los trayectos.  Fue un viaje que jamás olvidaré.

La lectura fue otra fiel compañera, hasta que sus ojos dijeron basta. En su cuarto tenía una estantería repleta de clásicos: Víctor Hugo, Pérez Galdós, Azorín, Dickens, Unamuno… y tantos otros. Antes de marcharnos, recorrió con sus dedos algunos de esos libros, como si quisiera despedirse de todas las historias que  le habían tenido en vilo. 

Una vez preparadas todas sus cosas, recorrimos la casa para comprobar que  todo quedaba en orden y él mismo quiso cerrar la puerta con su llave. Y  se hizo el silencio…Allí quedaron los recuerdos.

 Y de nuevo el tiempo pasó… hasta que una noche enfermó de gravedad. La Samur tuvo que trasladarlo al hospital. Habíamos celebrado las fiestas navideñas todos juntos.  Ese mismo día tuvo en sus brazos a su primera biznieta. Estaba muy contento,  pensaba que en todo el pueblo, no existía otro bisabuelo.  Pero los dos últimos meses, pudimos comprobar  que se había rendido. Dejo de interesarle lo que ocurría por el mundo, solo rezaba.  Hablaba constantemente de gente que nadie conocíamos. Era como si se hubiera quedado anclado en el pasado.  Curiosamente unos días antes de enfermar, afirmaba ver a sus padres.  Impulsivamente quería levantarse y vestirse alegando que su padre le esperaba. Como también aseguraba que, mi madre, había pasado la noche sentada en el sillón de al lado de su cama.

En el hospital lo instalaron, en un diminuto y  triste box. Fue una víctima más  de los famosos recortes. Permaneció horas esperando tener una cama digna, para morir en paz. Fueron unas horas tristes e interminables. Yo disfruté del privilegio de estar junto a él, hasta el último de sus suspiros. Allí  a su lado, vi como su rostro alabastrino se relajaba, y como  poco a poco, su corazón iba perdiendo ritmo. Le di  un último beso y  le imaginé  conduciendo su flamante 1500 gris marengo, feliz,  mientras escuchaba a Kraus interpretando “La furtiva lagrima”. 

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I

 María Isabel Tárrega Toribio

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