Era necesario cumplir con lo establecido, era impostergable cumplir con el sacramento de la Primera Comunión. 

      De sobra era conocida en el vecindario la ideología de mi padre y sus habituales arrestos en comisaría, y se había vuelto imprescindible aparentar normalidad, mostrar sometimiento a las costumbres del nacional catolicismo imperante.

      Yo presentía, a mis 8 años de edad,  que mi excelente comportamiento y mis resultados sobresalientes en el Colegio San José, no eran suficientes, pues a menudo los lunes, sin previo aviso, el cura pasaba por las aulas interrumpiendo las enseñanzas de las monjas y preguntando de qué color era la sotana que llevaba el sacerdote que había celebrado los oficios la víspera, en la misa del domingo, a la que, aseguraba, todo buen cristiano debería haber asistido. Mi sinceridad e inocencia siempre me determinaban a dar, con cierta consternación y vergüenza,  la misma respuesta: «…es que… ayer no me llevaron a misa…».  El consiguiente rapapolvo, teñido abiertamente de acusación moral, que emitía apabullando el cura coercitivo, siempre era mitigado por las palabras de la monja, mi maestra. Sor María, cariñosa y comprensiva, me defendía, me valoraba, templaba los humos del sacerdote, pues era muy respetada en la institución. Ella era la que colgaba de mi cuello la medalla con cinta verde de sobresaliente, al entregar las notas a cada trimestre. Sor María era mi protectora, implicándose y apoyándome cuando la ocasión lo requería. Aún recuerdo cómo, cuando estuve enferma, se acercaba a diario a nuestra casa de la calle Gladiolo a traer un huevo fresco, un huevo que acababa de ser puesto por alguna gallina en el corral ubicado en la zona donde vivían las monjas del colegio. Recuerdo cómo casi a hurtadillas, y metiendo prisa, esperaba en la entrada a que mi madre diestramente pinchara con una aguja fina de hacer punto el huevo crudo, en dos puntos contrapuestos, haciendo dos orificios. Tras agitar el huevo fuertemente para mezclar la yema con la clara, mi madre me apremiaba a sorber y tragar ese alimento viscoso mientras Sor María, antes de desaparecer como esfumándose por el hueco de la escalera. lo vaticinaba como curación de todos mis males. A pesar de ser conocedora del anticlericalismo de mi padre, de sus detenciones frecuentes y su condición de estar en libertad vigilada por la represalia franquista, Sor María, sonriente y generosa, me protegía contra viento y marea, ensalzándome siempre que podía por ser su mejor alumna. Y me protegía tanto que, ante el ahínco y encono que mostraba contra mí el cura inquisitivo, Sor María optó por chivarme discretamente el color semanal de la dichosa casulla, con una mirada pilla y un “no digas nada que Dios nos perdona a las dos”.

      Pero todo eso no era suficiente. Yo debía hacer la primera comunión, y mi hermano también, todos los niños y niñas del barrio la hacían. Sor María había insistido, «los dos niños tienen que hacer la Primera Comunión». Y había que aprovechar un periodo aparentemente tranquilo en la perturbada vida de mi padre. Estaba por entonces trabajando como contable en «Cristalerías Cristamol», en la calle Marqués de Viana, y su actividad política clandestina la disimulaba justificando sus idas y venidas con charlas y chatos entre amigos de toda calaña, algunos de ellos camaradas de lucha soterrada, pero también amistades necesarias  para la aparente normalidad social. A menudo prolongaba la jornada con encuentros comprometidos  y arriesgados en cafeterías, bares y mesones,  lo que a veces le traía de vuelta a casa con el cansancio y el miedo ahogado en alcohol, pero la estabilidad en su trabajo como contable permitió un periodo decoroso para la familia. Había que afianzar la necesaria normalidad.

      Alguien cedió prestado tanto mi precioso vestido blanco de comunión como el elegante traje con botones dorados de mi hermano. Y mi madre los arregló y acomodó a nuestra talla, los estrechó y recompuso, los dejó como nuevos. Los trajes estuvieron listos a tiempo. Y también a tiempo llegó desde Cartagena mi madrina,  mi tía Amalia, la menor de las hermanas de mi madre. Mi tía Amalia vivía con holgura una vida cómoda desde que se fue con su hijo a vivir con Don Luís, un prestigioso doctor. Y mi madrina Amalia nunca escatimaba en gastos conmigo, su ahijada.  Así que mi madrina me regaló todos los atuendos caros y propios para la Primera Comunión de una niña rica, lo que yo no era y jamás sería. Me regaló un rosario de filigrana de plata, un misal con tapa veteada como de  mármol, un pañuelo de seda con bordados de bolillo, unos zapatitos de charol blancos relucientes que mi madre lustró con algodón embebido en leche, unos guantes de encaje ajustados a mi pequeña mano, un coqueto gorro de comunión y una limosnera que me colgué en la muñeca, y de la que me sentí tras la ceremonia tremendamente orgullosa a medida que comprobaba su utilidad, cada vez que algún adulto introducía unas pesetas y la bolsita  iba cogiendo peso por las monedas.

      Durante la ceremonia, yo intentaba de soslayo localizar a mi hermano, pero estaba situado con los niños al final de la hilera de niñas, demasiado lejos. Niñas y niños, todos vestidos de blanco, de rodillas apoyados en el reclinatorio, esperamos un tiempo que me pareció eterno. Las niñas, además de todos los atuendos, llevábamos en la mano derecha un enorme cirio. Las palabras del cura, envueltas en la resonancia acústica de la iglesia, me llegaban sin sentido, como en un runrún eterno… La llama danzante del cirio me ensimismó…hasta que llegó mi turno… y el implacable cura se paró ante mí. Aún un poco ensimismada, mantuve sin embargo con firmeza su mirada socarrona, despreciativa y vencedora. Y comulgué. A conciencia, retomando posición. Y me sentí fuerte y valiente. Y en mi cabeza, en mi ensoñación infantil, me sentí heroína: acababa de ayudar a mi padre a salvarse de algo importante, de algo que para mí era tan difuso y misterioso como mi hazaña.  FINFoto_Comunion11.jpgFoto_Comunion21.jpg

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