La paciencia de las ranas
Enciendo la radio. Unto la mantequilla. Me levanto y abro la ventana de la cocina. Echo el toldo de la terraza. No sé si entra aire fresco o caliente. De momento dejo abierto. Descuelgo el teléfono por si hay algún mensaje. Todavía es muy temprano. Extiendo la mermelada sobre la tostada. Sigo atentamente las noticias de los pactos aunque no me interesan. Me levanto y bajo la radio, me retumba la voz de la Pepa en el cerebro. O de algún otro gracioso. Se están riendo. Yo sonrío, más por inercia que porque me haga gracia lo que dicen. En realidad no sé muy bien a qué se refieren. Hago un esfuerzo por entenderlo. Bebo un sorbo de té y está tibio y sin azúcar. Creía que le había echado azúcar. Lo revuelvo antes por si acaso y lo pruebo de nuevo. Le falta azúcar. Le pongo una cucharada más y lo revuelvo una y otra vez. Ahora está demasiado dulce pero no me importa. Doy un bocado a la tostada y me vuelvo a levantar para ver si hay mensajes en el teléfono. Ninguno de mi hija. Solo hay un mensaje antiguo que se me olvidó borrar. Lo vuelvo a escuchar. Es la voz de un hombre amable que me dice que ya puedo recoger el tostador. Lo recogí la semana pasada y aun así no lo borro. Quizá me apetezca escucharlo de nuevo. Me vuelvo a sentar y doy otro bocado a la tostada que se ha quedado un poco tiesa. Está buena de todas formas. Me tomo la pastilla de la tensión y el calcio. Luego me tomaré las gotas para el riego, para no oír los grillos del oído, aunque a veces me gustaría oírlos, como si estuviera en el campo, en el pinar de Puerto Real. Enciendo un cigarrillo. Pongo atención a lo que cuentan en la radio. Hablan de una película. Madres e hijas. Separaciones inconclusas. Heridas profundas. Me levanto y termino de beber mi té con leche, de pie. Apago el cigarrillo. Tengo que poner la lavadora. Antes, tiro el resto de la tostada a la basura. No hay suficiente ropa. Busco en el armario, en el baño. Quiero poner una lavadora. Paseo por la casa en busca de ropa sucia, o medio sucia. Enciendo la radio del dormitorio. Siguen riéndose de algo y yo me río también. Me toco la mejilla y encuentro la punta dura de un pelo. Busco el espejo de aumento, cojo las pinzas y me acerco a la ventana del cuarto de estar que es la más luminosa. Ahí está. Lo arranco, ese y otros dos más que me habían pasado desapercibidos. Me paso el dedo corazón como para aliviar el pequeño dolor que me ha quedado en los poros donde antes estaban los pelos. Más que dolor es un escozor. Pongo media lavadora y aprieto la tecla del frío. Me vuelvo a tocar la cara e intento sonreír, esta vez no puedo. Me acerco a la radio y están dando las noticias, las mismas que oí a las siete, a las ocho y a las nueve. Enciendo el ordenador y otro cigarrillo. Tampoco hay correos. No, no es cierto. Hay correos. Ninguno es de ella. Borro la mayoría sin leerlos y guardo uno sobre la conservación de los olivos y otro de la Universidad Abierta de Retiro, para leerlos quizá después. Salgo a la terraza, me ajusto las gafas y veo que el rosal tiene pulgón. Los pensamientos también tienen bicho pero no sé cómo se llama. Me quito las gafas y ya no veo los insectos. Ahora las plantas parecen sanas y bonitas. Hay nubes en el cielo, puede que más tarde llueva. Quito las hojas secas y las tiro a la basura. Luego miro mis libros, los que tengo en la mesilla de noche pendientes de leer. Los acaricio. Me detengo en el título de uno de ellos. La pazienza delle rane. No se me había ocurrido que las ranas tuvieran que ser pacientes. Quizá ella me vea como una rana, que croa, que croa y que no para de saltar de una piedra a otra, para después sumergirse en un charco oscuro.
FIN
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