Santa Madre de Dios… Quise cerrar los ojos pero no pude, así que me ví obligado a seguir mirando ese terrible espectáculo: el mocoso era insufrible, maleducado y manipulador, pero sus padres no tenían perdón, eran un par de calzonazos debiluchos incapaces de hacerse respetar. Me hervía la sangre solo con ver sus caras bobaliconas, ¿cómo no iba el niño a tomarles el pelo? Si yo tuviera voz y voto, todo sería muy distinto. Cuando dispones de tanto tiempo para mirar y observar, es muy deprimente ver como todo se desmorona, como la vida cambia irremediablemente, casi siempre a peor.

Recuerdo cuando era niño, en la casa familiar de inmensas vidrieras de colores; aquellos eran tiempos fáciles, donde todo guardaba un orden natural, donde los niños obedecían a sus padres, y estos a los suyos, como debe ser, donde cada persona sabía cúal era su sitio y lo respetaba. Recuerdo a mi padre, serio y reflexivo, fumando en una de sus pipas, y a mi madre, cálida pero recia a la vez, conocedora de su deber en la familia; ambos sabían que el amor no se medía en absurdos abrazos, sino en dar a sus hijos la fuerza de carácter necesaria para afrontar la vida. Yo transmití a mis hijos esos mismos valores, sin sensiblerías ni estupideces, rectitud y trabajo duro es lo que te garantiza una vida fructífera. Ahora solo se preocupan de fiestas, viajes y ocuparse en un sinfín de cosas para perder el tiempo, “jobis” lo llaman, es vergonzoso.

Míralo, el pequeño dictador, cómo se levanta orgulloso de su triunfo, una vez más ha doblegado a sus padres. Ahora ella soltará un par de lágrimas, como si no pudiera hacer nada más, la muy boba, y él, cobárdemente, se enfrascará durante horas en uno de esos cacharros que parecen libros con luz, y mientras tanto, la casa sin barrer. Patético.

Aún recuerdo, como si fuera ayer, cuando todo empezó a torcerse. Mi nieto, hijo mayor de mi primogénito y, consecuentemente, el heredero, fue desde que nació un niño melindroso y asustadizo, siempre pegado a su madre. Azuzé a su padre para que interviniera desde su más tierna infancia, pero mi nuera se interpuso, acusándome de intolerante y no sé cuantas lindezas más, y el problema siguió adelante. Mi nieto se convirtió, según la mayoría, en un hombre formidable, culto y trabajador, pero descuidó la disciplina familiar, y sus hijos se malograron. Cuando yo ya me había ido, vendieron la casa familiar y se desprendieron de casi todos los muebles y las reliquias. Por supuesto, el servicio ya se había ido reduciendo paulatinamente a una cocinera, una criada y un mayordomo que hacía las veces de chófer y jardinero. La vida había cambiado, decían, eran otros tiempos, y los prejuicios y las clases sociales debían desaparecer, y tantas otras patrañas, decían, que estuvieron a punto de borrar del mapa toda la historia y la herencia familiar.

Así que las cuatro cosas que quedaron, y yo, fuimos trasladados a un piso de la ciudad; al menos, tuvieron el buen tino de colocarme en el centro del salón, lo que interpreté como una buena señal: aún estaba presente en su memoria, quedaba una posibilidad de que mi perfecto juicio y buen hacer fueran rescatados del olvido.

Mi ubicación me permitía estar presente en conversaciones de sumo interés; efectivamente, el mundo había cambiado, pero la inteligencia de mi biznieto, y su visión para reorganizar el negocio familiar era espectacular. Pareciera que la gloria de antaño sería recuperada, y yo no cabía en mí de gozo. Solo tuvo dos hijas, a las que educó con mano firme. Cuando llegó la hora, prometió a la mayor con el heredero de su mejor amigo, cabeza de una importante familia dedicada, como la nuestra, al negocio textil.

Por desgracia, no fue una unión venturosa, y mis expectativas se truncaron una vez más: mi nieta no aguantó un matrimonio forzado y se suicidó tras dar a luz a su segundo vástago. Su viudo no tardó en rehacer su vida con una mujer chabacana y de voz chillona que me perforaba los tímpanos; como en seguida la preñó, mi biznieto, su antiguo suegro, se las ingenió para echarlos de casa y preservar el negocio para sus herederos legítimos.

Los chicos quedaron al cuidado de su abuelo, quién, corroído por culpas y rencores, se había convertido en un ser huraño y amargado.

Los niños crecieron. La hija mayor abandonó el hogar para no volver jamás. Su hermano, que había suplido a sus padres en las faldas de su hermana, se convirtió en un joven apocado y de poco carácter. Cuando su abuelo murió, quedó al cargo de todo, pero delegó rápidamente en otros, desentendiéndose de un negocio boyante que le arrebataron sin que a él le importara. Se casó con una mujer extraña, incomprensible para mí, que habla de educar a los hijos sin normas, sin ningún tipo de restricción, y así les va, dominados por un infante que, a la sazón, tampoco parece muy feliz.

Felicidad, recuerdo cuando empezó a estar en boga esa palabra, cuando los hombres empezaron a cambiar disciplina por placer, trabajo por ocio, deber por deseo, no vivir para el trabajo sino por un desesperado intento de saber por qué vivir… No, la disciplina y la mente racional es lo que nos hace diferentes. Puede que yo haya sido el ser frío, insensible o déspota que me han acusado de ser, pero ¿es esto mejor?

No para mí.

El otro día oí al pequeño llamarme feo, señalando hacía allí donde estoy colgado, enmarcado en un elegante, y ligeramente carcomido, marco de madera dorada; su madre, por supuesto, le dio la razón, sugiriendo a su marido, mi tataratátaranieto, que esa imagen vetusta podía asustar al niño.

Van a pintar encima de mí.

Fin

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