Mi tío, Manuel Fernández Salceiro, natural de Fontán, provincia de La Coruña y de profesión “retirado”, era una emigrante que vivía muy bien.

En lo que se refiere a vivir, no tenía preocupaciones mayores. Existían en él ciertas características que lo separaban un poco de los demás, del ambiente, aspecto y modos locales. Sus trajes eran un poco más amplios, más cómodos y de un corte diferente al de sus coterráneos. Sus zapatos-de suela muy gruesa- de un castaño muy claro, del color del café con leche con mucha leche; y sus corbatas, pues cómo lo explicaría…las corbatas eran lo que más destacaba en él. Unas corbatas de colores fuertes y valientes.

Hace ya muchos años, estuvo casado con una cubana de voz dulce y sensual que se llamaba Marina; pero se murió muy joven de unas fiebres tifoideas, dejándole sin color y sin brisa del Malecón.

Mi tío, fue uno de los emigrantes que regresaron a su tierra natal.

De su pequeña aldea coruñesa, partió muy joven para Cuba. De allí fue más tarde a los Estados Unidos de Norteamérica. Trabajó de lo que pudo e hizo de todo; eso nunca le importó. Con lo que cobraba de la Seguridad Social Americana y un pequeño retiro de cuando sirvió en la marina mercante estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, no tenía problemas económicos.

Cuando decidió, ya de mayor, volver a su pueblo, lo hizo como un héroe y un triunfador y se convirtió en contador oficial de historias.

Vivía en un pequeño hotel en la parte vieja de la ciudad; un hotel dormido entre callejas estrechas y silenciosas. El café era su único hogar, el sitio donde se encontraba con su tertulia de amigos. Su vida entera. Por las mañanas, un poco antes del mediodía, llegaba y se tomaba su café con leche. Una hora más tarde, sin prisa, se iba a dar su paseo por la rotonda del mar. Después de la comida, se tomaba un café y una copa de anís y jugaba su partida de dominó de todas las tardes, llena de palabras fuertes y malsonantes coreadas por el continuo ruido de las fichas golpeadas contra el mármol de las mesas.

De vez en cuando, se ponía sentimental  y contaba historias de América.

Gerardo, el limpiabotas, que se pasaba la vida soñando con viajes imposibles para cuando le tocara la lotería, siempre le preguntaba:

-¿Y las mujeres cubanas, cómo son, Don Manuel ?.

Y entonces él sonreía y contaba tórridas aventuras de noches tropicales cuando la juventud a flor de piel y su soledad en tierras lejanas le manaba por los poros….historias de tiempos ya lejanos (algunas reales, otras inventadas) a una audiencia totalmente entregada que soñaba con un ritmo muy diferente al de las gotas de lluvia y el viento.

Y así, poco a poco, como el agua de mar que rompe en una roca y termina por erosionarla, se le iban pasando los días sin darse cuenta; uno tras otro, con la misma calma, con la misma rutina, con la misma tranquilidad.

De manera casi invisible pero implacable, el paso del tiempo iba haciendo mella en su discurso y en su físico. Sólo su ánimo era invariable para seguir con sus visitas al café y sus historias.

Un día, sin más, se sintió cansado y decidió que  le apetecía irse a dormir al hotel un poco antes de lo habitual. Los tertulianos protestaron porque se quedaban sin historia esa noche, pero por mucho que se empeñaron, no consiguieron retenerlo. Le dejaron marcharse de mala gana, y con la promesa de que al día siguiente les contaría cosas de Marina, de las canciones del Malecón y las melodías del mar.

Don Manuel se volvió silbando al hotel, más contento que de costumbre y hasta se le fueron los pies pensando en todos los bailes bailados en la Habana y en las canciones que había aprendido.

Esa noche, le vinieron a la memoria de repente las letras de esas canciones, incluso las más antiguas que creía ya olvidadas. Las cantó todas. Cuentan que le vieron entrando en el hotel susurrando nombres olvidados, hablando de una tal Marina y tarareando una melodía pegadiza con un estribillo que todos corearon por lo bajo, pero que luego, cuando la quisieron volver a cantar, fueron incapaces de recordar.

Lo encontraron al día siguiente, tan tranquilo en su cama; un fuerte olor  a salitre llenaba la habitación y sostenía una hoja  en la mano con un par de líneas medio borradas por el tiempo: la letra de una vieja canción.

Lo supe en cuanto te vi

y tu mismo nombre me lo dijo: Marina

que tú serías mi ruta,

mi guía desde alta mar.

Lo supe en cuanto te vi,

y tu mismo nombre me lo dijo

que en esta vida, serías mi ancla,

mi luz, mi faro, mi destino final.

.Por fin, tras tanto navegar,

no quiero ser marinero. Ya veo la orilla.

Llegamos a puerto, se acerca la calma

arría las velas, que ya estoy en casa.

FIN.

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