Lidia seguía buscando sus llaves por la casa. Era una mujer esbelta, peinada con un moño bajo, ligeramente deshecho. Se movía ágil, abriendo incansablemente las puertas. Ya había aprendido que tenía que removerlo todo y de todas las habitaciones. Suspiró aliviada cuando las encontró en la cocina, dentro del cajón de los cubiertos. Cerró la puerta y se apresuró a llamar al ascensor. Cada vez era más frecuente que tuviera que hacer estas exploraciones domésticas al salir de casa, pero la de esta vez duró más de lo previsto.
Se sentía superada por su vida. Tenía que trabajar a un alto nivel en el departamento de ecología marina de la universidad de su ciudad y tenía que atender a su marido, Luis, veinte años mayor que ella, pero que cada vez parecía más un niño. A ella también le fallaba la memoria y le parecía imposible que dejara de hacer algunas cosas importantes sólo por olvidos absurdos.
Pero sabía que era fundamental llegar a tiempo a su cita. Subió las escaleras resoplando. La recibió Armand, como siempre, con sonrisa satisfecha. Era un hombre de mediana edad, cada vez más canoso, pero siempre atractivo. Se excusaba por no tener la casa más ordenada, pero a ella no le importaba. Le alargó la mano para que Lidia le entregara la llave, como siempre, y la guardó con cuidado en un sobre, en el que figuraba escrito el nombre «Luis». Lo puso en el cajón.
Lidia bailaba sin parar en el concierto. El pelo rubio suelto le caía sobre la cara y sonreía mientras simulaba cantar. Se había hecho tarde y debía volver a casa para ayudar a su madre a acostarse. Aunque hoy no quería dejar la fiesta, al fin la llave giró en la puerta de casa, mientras su madre escuchaba ese deseado sonido. Los años la habían vuelto dulce y cariñosa, y a Lidia le gustaba darle un beso mientras le mostraba las fotos de su padre, de sus viajes, de sus fiestas, y sonreía. Era un ritual diario.
Pero cada día le resultaba más difícil recordar las historias que había tras las fotos, mientras se acercaba la fecha para encontrarse de nuevo con Armand.
Salió de casa con su chaqueta gris y se alegró de no haberse puesto tacones altos. Armand la recibió con una cálida sonrisa, mientras recogía, como siempre, su llave.
Como otras muchas ocasiones, Lidia se encontró en un lugar desconocido. Sentada en un vagón de asientos azules, veía alejarse la ciudad. No sabía por qué estaba allí, pero la mano izquierda encontró una pequeña cartulina en su bolsillo. El billete le indicaba la estación en la que debía apearse. Se mantuvo atenta pero calmada hasta que oyó su destino.
El hombre alto y calvo la recogió y la llevó a su casa. Aunque hacía frío, el cuello del abrigo negro que encontró junto a su asiento la protegía bien. En el mismo momento en que se lo quitó al entrar, supo que ya había estado allí. Él sonrió al entregarle la llave, y Lidia la guardó en el bolsillo.
En la pared de la escalera que iba hacia los dormitorios, vio mil fotos de familiares en blanco y negro enmarcadas. Subía lentamente, deteniéndose a mirarlos, intentando reconocerlos. Lo consiguió gracias al chip que Armand, en su laboratorio, instalaba en su cabeza en la fecha y hora previstas, siguiendo las instrucciones que le habían entregado años atrás. Ella sólo era la depositaria de la memoria de la persona que murió, y sus recuerdos devolvían la vida a esos absolutos desconocidos peinados y sonrientes.
Lidia jugaba con la llave del bolsillo derecho de su chaqueta gris, sabiendo que sólo al devolvérsela a Armand podría recuperar su propio chip.
FIN
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