Nos sentamos en aquel banco una mañana gris de otoño y mantuvimos los dos la mirada firme, hacia adelante. Ella sostenía entre sus manos el bolso que le había regalado el día que cumplimos cincuenta años de casados. Un sombrero de color arena, que vino hacia nosotros una ventosa tarde de primavera, coronaba su cabeza. Estaba preciosa, casi tanto como el primer día que la vi, y me enamoré perdidamente de ella.
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Sus manos reposaban, cansadas, sobre las rodillas y con dos dedos mantenía erguida la cachava que comenzó a utilizar tras la operación de cadera. No había perdido aquel porte altivo y seguro que hizo que me encandilara de él. Siempre fue guapo y ahora, a pesar de la vejez, seguía siendo objeto de miradas sazonadas de envidia. Cualquiera que nos viera allí plantados, en aquel parque, pensaría que de dos estatuas se trataba, pero al acercarse notaría un pequeño pestañeo en los ojos o una vaharada en nuestros labios y se marcharía extrañado, haciéndose muchas preguntas y no encontrando ninguna respuesta.
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Hacía frío, pero no tanto como en el fondo de mi corazón. La muerte de Raúl colmó el vaso donde habíamos acumulado el líquido elemento de nuestra existencia, y las aguas amargas de la tristeza hicieron que la tierra conjunta que formábamos se separara en dos islas, apenas unidas por un débil puente construido con madera carcomida por el deseo de morir. Raúl era la piedra angular que sostenía nuestra relación —prometida eterna ante los dioses en que creíamos—, y su partida hizo que lo que durante tantos años construimos se agrietara en unos instantes y se desmoronara en apenas un suspiro y dos lágrimas.
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Humberto, mi niño Humberto, desgarró por primera vez mis entrañas y el dolor sufrido lo olvidé en cuanto pude sentir sus labios buscando mis pezones. Su pequeño cuerpo se apretaba al mío y los dos formábamos un solo ser, una sola existencia, un solo palpitar. Nació rubio, como su padre, y oscuro como las aceitunas que sus abuelos maternos recogían en el invierno; pero sus ojos, sus ojos verdes, eran míos. No llegó a conocer a sus hermanos. Un mal frío heló su garganta y una mañana lo encontré blanco y quieto, como un nevero de la sierra en verano. El dolor desgarró mi alma y nunca lo pude olvidar.
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Nuestro primer hijo fue una alegría para todos. No sé explicar lo que sentí al verlo acurrucado sobre su madre y succionando de su seno. Mi llanto aquel día fue efímero comparado con el torrente de felicidad que surgía de mi corazón. Ella me miraba y sonreía; bajaba la vista hacia nuestro hijo y entonces el que reía era yo. El día que se fue sigue marcado en mi calendario con números al rojo vivo de la fragua.
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Adoraba tanto a aquel hombre que seguí amándolo muchas noches tras la muerte de mi niño. Mis heridas no curaron nunca, pero sus manos y sus besos paliaron el dolor y amansaron mi alma. Alberto fue concebido con toda la suavidad del mundo y con toda la delicadeza que un hombre, rudo como mi hombre, puede postrarse a dar. Anhelando otro Humberto, mi niño Humberto, me encontré con un pequeño ser, extraño, buscando mis pechos. Tenía una mata abundante de pelo negro y su piel era clara como la luna llena. Aborrecí su presencia en cuanto lo vi, pero dejé que se alimentara hasta saciarse y terminé amándolo con locura.
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Me extrañó verla mirar hacia otro lado mientras Alberto, mi niño Alberto, buscaba ansioso el calostro vital que daría fuerza y vigor a su, en aquellos momentos, débil cuerpo. Dos días tardó ella en darle una caricia; tres meses en otorgarle un beso; cuatro años en llorar desconsolada sobre su pequeña tumba en aquel cementerio olvidado de los brazos de los dioses. Yo lo amé en cuanto noté su presencia en el vientre de su madre; lo acaricié la primera vez que lo tuve entre mis manos y maldije otra vez mi vida, echando una palada de tierra sobre un féretro blanco… del color de un rayo albino de luna nueva.
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Mi amor por él se apagó el día que volví de enterrar a mi segundo hijo y descubrí sus hombros caídos, y su hasta ahora altiva figura formando una sombra encorvada en el camino de regreso del infierno. La volvió a recuperar, pero no era la misma. No me buscó en muchas semanas, y yo no hice nada para propiciar el encuentro. Sólo deseaba gemir de dolor; el placer había quedado olvidado bajo dos palmos de tierra. Pero había que seguir mirando hacia adelante —como siempre hice— y nuestros cuerpos volvieron a unirse entre sábanas frías, besos callados y cuerpos secos de amor.
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Raúl, nuestro niño Raúl, amaneció una mañana gris y llenó de colores dos cuerpos condenados a ser recordados por dar sus últimos pasos sobre dameros de baldosas blancas y negras. Ella renació de las cenizas en las que había sepultado su ilusión y yo salí de las brasas que quemaban mi existencia. Los dos, unidos de la mano, contemplando a aquel ser que lucía sus ojos, brillaba como mi piel y latía con la oculta fuerza de nuestros corazones, recobramos la ilusión por seguir adelante.
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Raúl, nuestro niño Raúl, levantó —sin él saberlo— una promesa hundida en el abismo del sufrimiento. El amor eterno jurado ante los dioses, resquebrajado al ser apoyado sobre sentimientos humanos, se volvió a fusionar ante un acontecimiento no buscado. Su silueta se irguió como antaño y mi amor voló sobre sus manos y su piel. Mi cuerpo lo urgía cada noche y él siempre colmaba mis deseos.
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Nos sentamos.
El funeral ha sido simple. Mi cadera se resiente debido a la humedad. Miro adelante, como siempre, ya que si vuelvo la vista atrás dejaría que los días me soldaran a este banco en el que, aunque separados por una leve distancia, ella está ahí.
Fin.
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