Eran las 5h de la tarde, el frío, el viento y la carga que llevaban encima dificultaban la marcha de Carmen y María. Tenían que cruzar un bosque de castaños para llegar a la parada del bus que las llevaba a la ciudad, el último del día. Era Noviembre, Noviembre de 1944, en plena ocupación alemana.

Las dos amigas habían ido como cada semana a buscar comida. Recorrían varias granjas durante todo el día para comprar alimentos: patatas, leche, algún pollo o conejo, pan….En la ciudad solo se podía comprar alimentos con los tickets de racionamiento que entregaba el gobierno francés, cada mes, a las familias. Solo permitían pequeñas cantidades por persona. Los campesinos a cambio de cobrar más de lo normal por esos manjares no los exigían ni ponían límites. Era el mercado negro, se practicaba desde el principio de la guerra.

Esas compras eran ilegales por lo que tenían que esconder el máximo de cosas, incluso disimulando conejos y pollos debajo de la ropa. A menudo al llegar a la ciudad les esperaban controladores que les quitaban parte de lo que traían. Las dos mujeres tenían localizadas tres granjas aisladas donde les vendían sin problemas e incluso les daban un buen plato de comida caliente. Pero hoy las cosas se habían complicado y mucho.

Carmen estaba embarazada de siete meses y a pesar de ello seguía yendo cada semana a las granjas cargada con bolsas pesadas. Esta tarde al emprender el camino de regreso por el bosque unos tremendos dolores de barriga y espalda la estaban dejando sin aliento. Era su primer embarazo y no tenía muy claro lo que le estaba pasando, pero temía que esos dolores fueran de parto a pesar de faltarle dos meses. María, casi una niña, asustada, le ayudaba como podía. Llevaba los paquetes de las dos un trecho y luego volvía a por Carmen a la vez que desconcertada le iba diciendo llorando:

-“¡Por favor, por favor, no paras aquí, aguántate!”

La noche empezaba a caer y en el bosque no se veía a nadie para pedir ayuda. Fue un milagro que llegaran a tiempo a la carretera donde más mujeres esperaban el bus. Ayudaron a carmen a subir. Las más mayores tenían claro que estaba de parto, pero no sabían si el alumbramiento era inminente. El trayecto hasta la ciudad duraba unos 45 minutos más o menos y aunque los dolores iban en aumento llegaron a su destino sin novedad. A la llegada su madre la esperaba como siempre para ayudarle con la carga. Llorando, temblando de miedo y de frío a duras penas consiguió subir por las calles empinadas hasta su casa. Se metió en la cama y una vecina fue a buscar la comadrona. Mi padre un poco asustado se fue, solo, a casa de mi abuela. Eso era cosas de mujeres.

Fue un parto muy largo y complicado, la comadrona iba y venía hasta que por fin a las 4 de la tarde del día siguiente nació Lily: una niña diminuta, con mucho pelo negro, parte del cuerpo cubierto de vello, unos ojos pequeñitos, la boca muy grande… La verdad bastante fea. Solo pesaba 1,500 Kg. La pesaron liada en una mantita enganchada a una báscula romana.

Así fue mi nacimiento.

Las vecinas iban entrando para verme y salían moviendo la cabeza y comentando en voz baja:

– “Esta cría no va a vivir, y que fea es, si parece un monito, pobrecita”.

Mi madre después de las horas de sufrimiento, agotada, ahora lloraba desconsolada al verme, convencida que me iba a morir. Pero mi abuela se hartó de tantos comentarios, de forma muy discreta fue echando la gente a la calle, les iba diciendo:

– “Ya vendréis mañana a verlas. La Carmen tiene que descansar y tomarse un buen caldo de gallina que le he preparado. Y ahora me encargo yo de la cría. Cosas peores veía yo allí en mi pueblo, en andalucia”.

Y así fue, se encargó de mí y sin duda me salvó la vida. Rellenó una caja de zapatos con algodón donde me colocó bien abrigada. Esa caja la puso en un cestito de mimbre envuelto en una manta y alrededor botellas llenas de agua caliente que iba cambiando con regularidad, incluso de noche. Seguro que no sabía lo que era una incubadora, pero gracia a su ingenio pude sobrevivir.

Los meses siguientes fueron muy duros, mi madre tenía poca leche para amamantarme y no se encontraban alimentos infantiles. Me tuvieron que dar leche de vaca recién ordeñada que iban a buscar cada día a una granja, el médico había pedido además que fuera siempre de la misma vaca. Prematura, con una alimentación muy poco adecuada, realmente fue un milagro que saliera adelante. Pero poco a poco fui cogiendo peso, mi abuela con mucha paciencia me fue quitando el vello con algodón mojado en aceite y bueno se me veía casi bonita.

Llegó la primavera y por fin mi madre se atrevió a sacarme a la calle en un cochecito de segunda mano que había conseguido comprar. Empezó a llevarme a un centro donde una comadrona pesaba a los bebés y daba consejos a las jóvenes madres. Cada vez volvía muy animada porque me había engordado o porque le habían dicho que tenía una niña muy guapa.

La verdad es que en los últimos meses el cambio había sido espectacular. Mi vaca debía de tener una leche buenísima porque se me veía gordita. También hay que decir que mi abuela me iba dando alguna papilla con harinas que tostaba como siempre lo había visto hacer en su pueblo. Sea lo que sea era ahora un bebé normal con una carita muy bonita. (foto adjunta)

Mi abuela Carmen siempre estuvo con nosotros en casa, era una mujer excepcional: ingeniosa, bondadosa, conciliadora y derrochando amor. Siempre hubo mucha complicidad entre nosotras dos. Este solo es un ejemplo de lo implicada que estuvo en mi vida.

FIN

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