Me despierto y durante unos minutos no se donde estoy. Antes de abrir los ojos aspiro un aroma dulzón a jazmines marchitos, que invade la habitación entrando por la ventana entreabierta.

Cuando yo era pequeña, mi abuela los recogía al atardecer, el jazmín estaba en la parte más soleada del patio. Los colocaba en un plato de cerámica y yo me divertía contándolos: docena y media, dos docenas y ocho sueltos, cuatro docenas y tres más… cada vez más y más grandes a medida que avanzaba el verano, y en franco retroceso cuando los días se iban haciendo más cortos y el patio más umbrío. Los dividía en pequeños montoncitos y montaba biznagas pinchándolos por el tallo en un alfiler largo. Luego los prendía de la solapa de su eterno vestido negro, producto de una sucesión de lutos superpuestos.

Me desperezo y busco a tientas la luz de la mesilla, pero de este lado de la cama no hay nada más que un montón de libros apilados en el suelo. Me incorporo y un intenso dolor de cabeza me tumba de nuevo en la cama. El aguardiente de anoche, casero según me aseguraron pero no por ello menos mortífero. Poco a poco voy recordando todo: el viaje tantas veces aplazado y ya inevitable, el olor a cerrado que me acorraló desde el momento que abrí el portón de la entrada, la penosa tarea de vaciar los armarios que yo no podría haber resistido sin la ayuda de Charo, luego la invitación a cenar en su casa, que no me permitió rechazar, el maldito aguardiente. Me levanto de la cama que fue tuya no hace mucho tiempo, he dormido poco y mal, con la ropa que llevaba puesta ayer, porque no tuve fuerzas para deshacer la maleta.

Los gorjeos de los pájaros que revolotean junto a la ventana se mezclan con otras voces que llegan desde el interior de la casa, reconozco la de Charo, autoritaria, dando órdenes a sus sobrinas, que han venido a ayudarla. Las voces me arrastran a tiempos pasados, cuando la abuela y tú dirigíais el pequeño ejército de mujeres que todos los años encalaban la fachada de la casa después de las lluvias de primavera, las macetas en el suelo para no mancharlas, las mangas de los vestidos remangadas por encima del codo, las cabezas cubiertas con pañuelos blancos anudados a la nuca, y una Charo adolescente que me seguía por las habitaciones  con el pretexto de vigilarme y con la que yo acababa por inventar  todas las travesuras imaginables.

Cuando salgo del dormitorio una de las chicas está sacando la vajilla de porcelana de la vieja alacena. Pienso que tú jamás la habrías confiado a nadie, por miedo a que rompieran algo, me siento culpable y la relevo en el trabajo. Mientras la embalo con cuidado, me pregunto donde la colocaré, en mi apartamento ya no cabe nada más.

–  Buenos días, ¿qué tal has dormido? – Charo huele a limpio, y se mueve con soltura por la casa, en la que ha vivido casi toda su vida y de la que conoce hasta el último de los rincones.

–  La verdad es que muy mal, tardé mucho en coger el sueño. Pero tú estás como una rosa, como siempre.

–  Anda, quita, que también tengo mis achaques ya, y hoy estoy baja de ánimo, aunque no te lo parezca. Todavía no me hago a la idea de que tu madre ya no esté aquí, con lo que ella era… con ese genio que tenía. Siempre pensé que nos enterraría a todo, y yo la voy a echar tanto de menos.

–  Animo, Charo, parece mentira que yo te tenga que consolar a ti. Pero es normal, llevas toda la vida con ella, para lo bueno y para lo malo. ¿Has cogido ya lo que quieres llevarte?.

–  Si, mis sobrinas y mi hermano lo han cargando en la furgoneta. En la mesa del salón te he dejado las cajas de las fotos, yo me he quedado con algunas, espero que no te importe. Yo me voy a ir, prefiero que cierres tú, que a mí me entra la llantina. Y no te olvides de la Mora, está muy arisca últimamente pero te hará compañía.

Charo me abraza, me besa y me hace prometerle que volveré pronto a visitarla, le miento y se lo prometo.

Salgo a la puerta a despedirla, mientras sube a la furgoneta de su hermano que arranca con un estertor agónico, llevándose su carga de nostalgia.

La vieja gata negra está en el patio, dormitando sobre una silla desvencijada con el asiento de anea, la misma en la que la abuela solía sentarse a coser las tardes de verano, aprovechando los últimos rayos de sol. La llamo y levanta por un momento las orejas para mirarme extrañada, pero inmediatamente vuelve a recostarse y me ignora. Me acerco y la tomo en brazos, no se resiste pero suelta un maullido  lastimoso cuando la meto en el coche. Doy una última vuelta a la casa, cojo la caja de las fotos, y vuelvo al patio a por la silla. La Mora ha vuelto a acostarse allí, junto al jazmín, como montando guardia en la única casa que ha conocido desde que nació.

Cuelgo el cartel de Se Vende en la fachada principal y cierro el portón detrás de mí. Monto en el coche y arranco el motor. Nunca nos hemos llevado bien, la gata negra y yo.

FIN

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