Su presencia inundaba toda la cocina, no solo por su volumen ya de por si considerable pero también a causa de su innegable expansividad. Parecía un día de verano cualquiera en un pueblo de los Pirineos catalanes. La estancia, con un amplio mármol en un lado y una tosca mesa de madera en el opuesto, daba a un jardín donde el brillo del sol sobre las gotas de rocío indicaba la temprana hora de la mañana. Un sol de montaña que quemaba la piel del que se atreviera a retarlo como si de un fuego de hogar se tratara pero que, como ya todos sabían, daría paso a la lluvia tormentosa después de la hora de comer y, con ella, las temperaturas gélidas propias de un invierno perdido en los días de agosto.

Parecía un día de verano cualquiera pero todos los integrantes de la casa sabían que para Mutti, a sus ochenta años recién cumplidos, era la consumación de un sueño logrado. La cocina se había ido llenando poco a poco desde primera hora de la mañana, primero los mayores de sueño desvelado, luego los adultos con sentimiento de responsabilidad, más tarde los niños con la intención de no perder ni un minuto del día y, finalmente, los jóvenes que ya habían gastado toda su energía la noche anterior. Todos, sin embargo, se rendían al olor del horno, dulce y seductor, que prometía el disfrute de un futuro pastel austríaco y no dejaban la cocina, que se iba llenando de generaciones.

La comunicación se hacía fácil a pesar de las diferencias de lengua, pues los sentimientos positivos y de satisfacción se transmitían no verbalmente. Sin embargo, la búsqueda de personas que hablaran alemán en el pueblo se repetía comida tras cena. Todos los escogidos, después del paso por la casa, se preguntaban lo mismo: ¿Qué hacía una respetable abuela austríaca cocinando pasteles en casa de los Coch de Camprodón? La respuesta no era fácil y se remontaba a años atrás, a una historia de guerra y huida que concluía ahora con un epílogo de strudle.  

Gertie apretó la mano de su hermana Renata cuando el tren arrancó en dirección a un país lejano y desconocido, dejando atrás una madre desesperada y un padre desaparecido entre las nieves de Rusia. A su alrededor se apelotonaban otros niños austríacos, de su mismo pueblo y con la misma incertidumbre pintada en la mirada. El nudo que se había creado en su estómago desde la noche anterior y que le había impedido comer la cena que su madre se había esforzado en crear ahora le subía a la garganta y le hacía más difícil retener las lágrimas que asomaban a sus ojos.

Si tuviéramos que pintar el cuadro de un refugiado éste siempre sería un niño, de cualquier nación o época pero con la misma seriedad adquirida. Ese grupo de niños huía de la Austria en guerra hacia la España de posguerra. La organización religiosa que organizaba el traslado había decidido, a partir de una brillante idea, trasladar la población infantil entera de un pueblo a otro, desde Baden-baden hasta Olot, en la Cataluña profunda. De esta forma esperaban mitigar la alienación producida por un éxodo forzoso.

La nueva casa de Gertie y Renata era de una feminidad declarada. Tres hijas y una madre viuda se sumaban a la recién llegadas, formando una extraña familia de recuerdos y vivencias. Las locales habían ya pasado una guerra y habían perdido un padre, dos hechos que no dejan una vida inalterada. Pequeños hilos de historias se fueron desgranando con el tiempo de convivencia. De esta forma, Gertie llegó a saber que la santa madre de aire piadoso y contrito había estado en prisión y que sus inocentes hijas eran en realidad ex contrabandistas de personas. Dicen que la guerra revela la verdadera naturaleza de las personas pero Gertie a menudo se preguntaba si de verdad existía esa verdadera naturaleza, o no éramos todos nada más que una miríada de acciones que nos definían.

Muchos años después, seguía planteándose las mismas cuestiones mientras atendía los clientes del banco suizo donde trabajaba. Las vueltas que da la vida, se decía. Cuando empiezas a huir es difícil parar y, cuando te marchas, no puedes nunca volver del todo. Se había adaptado a la vida en Suiza con la misma testarudez que cuando era niña. Sabía cómo dejar de ser “la extranjera”, cuanto antes se aprende la técnica, más suave es la transición.

El primer día de colegio en su nuevo hogar fue maravilloso y espantoso a la vez. Ninguna de las otras niñas de su pueblo había sido mandada a ese centro del saber y, de esta forma, se encontraba por primera vez delante de la realidad del verdadero inmigrante, sola, sin hablar la lengua ni entender las costumbres que la rodeaban. Si el español ya era de por si un misterio el catalán se le antojaba una incógnita absoluta.

Esa situación, sin embargo, duró poco, pensó levantando la cabeza de sus papeles y observando la pareja de clientes del banco que tenía delante. No podía evitar esbozar una sonrisa amable cada vez que hablaban catalán entre ellos para que no les entendiera. Si supieran…

Las vueltas que da la vida, se repetía Gertie mientras observaba a su madre cocinar pasteles, radiante de felicidad en medio de su “otra familia”. Nunca había pensado que se llegaría a dar este momento, donde sus dos vidas coincidieran. Cuando Mutti había cumplido 80 años solo había querido oír hablar de un posible regalo: ir a visitar a la madre de su hija.

Fin

Camprodon

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