A mi padre, con todo mi cariño

Es sábado once de marzo de mil novecientos sesenta y siete. El trayecto se nos ha hecho largo pero por fin hemos llegado a los aledaños del Hotel Nacional de Madrid, muy cerca de la estación de Atocha.  Al poco rato, casi no nos lo podemos creer pero estamos allí junto a él, somos nosotros y “El Chopo”, nuestro gran ídolo. Nos firma el balón de goma amarillo que llevamos expresamente para eso. No hay excesiva gente a nuestro alrededor, solo un grupo de curiosos a la caza de autógrafos, lo mismo que nosotros.  

Al día siguiente miles de personas podrán ver la escena congelada, sin nosotros saberlo porque no entraba ni en el mejor de nuestros sueños. Porque ese sábado, un fotógrafo llamado Alfredo está trabajando. El resultado es una foto en blanco y negro. Una foto que llevará al periódico que le paga y que el editor decide hacer pública al día siguiente, inserta en la página 5 del Marca 7.887, del ejemplar del domingo doce de marzo de mil novecientos sesenta y siete.

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Desde aquel lejano domingo nosotros fuimos bautizados de nuevo, desde aquel día del mes de marzo nosotros dejamos de ser nosotros, nosotros somos Iribar.

Aunque nosotros lo llevábamos tatuado a fuego en la frente, el mismo día que llegamos a aquella gran ciudad voceamos “somos de pueblo”. Lo hicimos muy alto y fuerte, para que todos  sus habitantes se enterasen, para que ni la más mínima duda. Cuando llegamos a Madrid descubrimos un mundo nuevo.  Porque nosotros no habíamos visto nunca tantas casas juntas, ni calles interminables llenas de portales marcados con tres dígitos, ni tampoco tal cantidad de matrículas en movimiento llenas de ese polvo que se introducía sin permiso en nuestros pulmones, ni ese ruido atronador e incesante que dejaba en suspenso el silencio. Porque nosotros no habíamos imaginado siquiera que hubiese personas que podían caminar a todo prisa como si fuesen robots y a las que no consigues mirar a la cara porque no existes.

Nosotros llegamos a Madrid desde un pequeño pueblo manchego llamado Herencia, un pueblo de la provincia de Ciudad Real. Nos acompañaba solamente mi madre. Unos años después allí nació mi hermana, la única realmente gata de la familia. Vino al mundo en el Sanatorio de La Milagrosa, en el castizo barrio de Chamberí.

Nosotros siempre quisimos regresar, volver a nuestro pueblo. Entramos en la ciudad pero ésta nunca caló en nosotros. Aunque es cierto que fue en la ciudad donde nos convertimos en Iribar, allí fue donde nos apropiamos del nombre de nuestro gran tótem. Y eso fue algo que nos marcó mucho, una de las cosas más importantes en nuestra vida.

Enmarcada con sobriedad espartana, la fotografía había ocupado un lugar prominente de nuestra casa en Madrid, en la sala de estar.  Estaba allí presente desde el año mil novecientos sesenta y siete, cuando se publicó en el periódico. El mismo día en que todos, fundidos en una misma voz, comenzaron a llamarnos Iribar, nos dirigimos impacientes hasta la redacción del periódico Marca donde amablemente nos regalaron una copia de la foto, en un formato mucho más grande que la que se publicó en el diario.

Ocurrió de repente, sin preaviso. Escuchamos un gran estruendo, divisamos a lo lejos una manada de bisontes en estampida. Todos ellos nos pasan por encima, una y otra vez. Tras su paso fugaz, divisamos una gran cortina de polvo que apenas nos deja ver cómo esos imponentes animales se alejan raudos por el horizonte. Cuando por fin logro reaccionar, siento como un inmenso dolor recorre mi cuerpo y un grito desgarrador sale de mi garganta quebrando con gran violencia el silencio de la serena madrugada.

Y fue entonces cuando por fin volvimos al pueblo para quedarnos allí para siempre.

Todos permanecíamos expectantes porque estaban a punto de cerrar el ataúd.  Aunque inerte y frío como un témpano de hielo mi padre aún estaba allí con nosotros, podíamos verle y eso nos servía de consuelo. Sin saber muy bien porqué, yo había traído la foto desde Madrid y ahora la tenía fuertemente cosida a una de mis sudorosas manos. Parecía un apéndice más de mi cuerpo. Me acerqué al ataúd y con esfuerzo pude abrir un poco sus ateridos brazos y se la coloqué. Quedé satisfecho porque parecía que la abrazaba. Cuando el ataúd se cerró con aquel ruido de muerte todo acabó, dejé de llorar. 

En el interior de aquella caja de madera estamos nosotros y “El Chopo”, abrazados para siempre en aquella mágica foto que el caprichoso destino nos quiso regalar.

                                                                                       

                                                                                      FIN

 

José Ángel Iribar Cortajarena nació en Zarauz, Guipúzcoa, el día 1 de marzo de 1943. Conocido también como “El Chopo” fue uno de los porteros más importantes del Athletic de Bilbao y de la selección española.

 

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