Silencio en la sala. La cena ya olía desde el salón. Ese lóbrego y grisáceo tono que siempre cubría el antaño moderno papel de la pared parecía llenar más la estancia que cualquier sonido. La sala, la pared, el papel. Todo era hortera. Triste y hortera. 

Dolor miraba los entremeses. Nunca hablaba. Ellos nunca hablaban. Quizás alguna vez, de pequeños, como hermanos que eran, intercambiaron alguna palabra. Ahora ya no. No tenían mucho que decirse, pero esperaban la cena de Navidad cual soldados en un pelotón aguardando una orden para romper filas. 

Tristeza nunca salía del cuarto hasta que la cena estaba ya en la mesa. Tampoco hablaba. Salía poco. Estuvo diez años sin siquiera asomar su cabeza a la calle. Ningún hermano le preguntó nunca el porqué de ese dolor, de esa soledad autofinanciada. Para qué. Ellos también llevaban su pena encima de una u otra forma. 

Silencio cocinaba con su hermana pequeña Melancolía, la más pequeña de hecho. Seguro alguna vez fue una chica alegre y atolondrada. O no. Cocinaban sin decirse demasiado. La logística les ayudaba a no pensar demasiado en qué hacían allí. Alguna vez se quisieron. De todos modos eran hermanos y no tenía sentido preguntarse eso. Esas cuestiones estaban fuera de lugar. 

Pánico deambulaba por la casa. Pinchaba un trozo de queso, bebía un poco de vino. Pánico no estaba nunca cómodo en ningún lugar, menos aún entre las personas. Era pálido y su gesto hacia juego con el estampado del mantel, rigurosamente alegre, obscenamente estridente, puesto para animar la velada. 

La densa atmósfera no dejaba hablar. Solo se tenían los unos a los otros y esa inquietante plaga de nostalgia que llenaba las paredes de esa casa. Mandaron desinfectarla y fumigarla anteriormente, pero estaba entre las paredes, por debajo de papel. Más allá ´de las baldosas del suelo y por encima de los techos. Desistieron en el empeño. Y ahora se dejaban mecer por ella cuando se reunían allí. Nostalgia era un comensal más en la mesa.

Yo siempre los miré sin entender. Sin entender nada. Mi madre, mis tíos, se reunían cada año sin decirse nada. Cocinaban, comían, deambulaban, no hablaban. Nunca entendí el porqué de su semblante adusto, serio, ceniciento y mustio. No comprendí jamás el porqué de esas reiteradas reuniones familiares donde nunca conversaban Nadie me explicó jamás la causa de ese desamparo compartido, de ese gen letal que los sentenció a todos con la misma actitud ante la vida.

El papel de las paredes empezó a crepitar.  Nostalgia tenía hambre y quería empezar a cenar. Silencio, Dolor, Tristeza, Pánico. Allí estaban todos sentados, fingiendo oír la televisión que de fondo derramaba su zumbido arrullador. 

Y sobre todos ellos el cuadro, latente, vigente, de los padres, de mis abuelos. De esos seres de los que nunca me contaron nada pero que nunca estuvieron tan presentes como cuando desaparecieron de esa casa. Presidían cada cena ausentes, ajenos a esa estirpe de sentimientos infelices que dejaron atrás…

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