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A pesar de los años transcurridos aquellas fotografías seguían presidiendo el lugar más destacado del salón de la casa del pueblo a la que ahora solo íbamos en fechas muy señaladas. Aquellos “mocosos” en blanco y negro seguían más vivos que nunca en el recuerdo de toda la familia. Allí estaban todavía  levantando el árbol de Navidad, Miguel y Raimundo. Mis ascendientes. Al margen de creencias religiosas hay festividades que se viven y sienten muy adentro. Miguel y  Raimundo lo sabían bien. Desde pequeños habían celebrado la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos. Si se les hubiera preguntado cuál de todas ellas era la que más cerca de sus corazones estaba ninguno de los dos se hubiera decidido por marcar una más que las otras.

Miguel recordaba como su padre colocaba con gran esmero sobre unas tablas situadas junto al balcón de la cocina  de la casa, el Belén,  al que no le faltaba ninguna figura relacionada con el nacimiento de Jesús.  Muchas de aquellas figuritas habían salido de las manos y la paciencia de su primogénito. Con que amor las modelaba, pintaba, incluso si se lo proponía Miguel hasta creía verlas moverse. En  Nochebuena, después de cenar, su madre le leía cuentos al lado del hogar donde los encendidos carboncillos daban un color especial a la chimenea hasta que su padre y su hermano empezaban a cerrar los ojos porque el sueño comenzaba  a tener más poder que la lectura. Por su parte Raimundo tenía muy marcada la fiesta de los Reyes Magos, siempre tuvo suerte y sus majestades de Oriente le trajeron lo que había pedido claro que él nunca pidió más de lo que intuía podrían traerle. La desilusión le llegó cuando a Concha, su vecina, se le ocurrió decir que Blás el que hacía  de rey Melchor, era el tío de Almudena, la niña que solía jugar con ellos. Cuando llego a casa, Raimundo estaba hecho un mar de dudas y muy triste se hacía un montón de preguntas para las que no hallaba respuesta- si aquellos que desfilaban por las calles del pueblo no eran los verdaderos Reyes Magos ¿quiénes ponían los regalos cada seis de enero en su balcón? No durmió aquella noche.  Decidió que tenía que sorprender al mago. Lo que descubrió le lleno de ternura y emoción. No había mago. Todos sus interrogantes encontraron respuesta al ver como las dos personas que más quería dejaban en silencio unos pequeños bultos envueltos en papel de plata.

¡Qué ilusión saber que a él también le querían hasta el punto de colocar encima de sus zapatos aquellos presentes! Raimundo sabía que los tiempos eran difíciles  y sin embargo ahí estaban sus mayores colocando encima de los zuecos toda su ilusión.

Y todo esto yo lo sabía porque mi abuela Manuela me lo había contado un día en el que con verdadero fervor miraba el retrato de aquellos pequeños que tanto habían significado en mi vida. Sobre todo uno de los protagonistas, el que miraba más fijamente a la cámara. Aquel era mi padre.

Con el tiempo Miguel, mi viejo, solía repetir  que esas fiestas recordadas  con tanto cariño habían cambiado. No es que se hubieran modificado, el que había  evolucionado era él. Los años hacen que las cosas tengan otra perspectiva, que enfoquemos la cámara de nuestra vida hacia otros paisajes que no son ni más bonitos, ni más feos, solo “distintos”. Como diferentes son los que se juntan en la mesa de Nochebuena, al brindis de Año Nuevo o en la apertura de paquetes en la noche de Reyes. Unos están otros no han venido y  otros se han ido… ya se sabe: hay compromisos ineludibles.

Miguel y Raimundo eran de los últimos, de los que nos han dejado. Hoy cuando paso por delante de sus imágenes sigo deteniéndome unos instantes  y me imagino aquel árbol que arrastraban encendido, lleno de luces blancas o de colores y  brillando con la misma intensidad que entonces.

Fin.    

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